"Ya nada queda del congresista afable, sonriente, de opiniones serias y casi siempre sensatas que conocimos en tiempos que ahora parecen remotos" (Foto: Archivo El Comercio).
"Ya nada queda del congresista afable, sonriente, de opiniones serias y casi siempre sensatas que conocimos en tiempos que ahora parecen remotos" (Foto: Archivo El Comercio).
Patricia del Río

Uno de los mayores temores que asaltan al ciudadano al elegir a sus autoridades es cómo hacer para no escoger a un tirano. Durante la campaña suelen ser amabilísimos, besan a los bebes, abrazan a los ancianos y se comen lo que les ofrecen con la mejor de las sonrisas (bueno, no todos).

Y de pronto se sientan en sus tronos presidenciales, congresales o municipales y se les acaba el show. Congresistas que insultan porque saben que tienen inmunidad, ministros que recorren la ciudad rodeados de motos y sirenas, jueces que se creen rockstars mandando a la cárcel a cualquier sospechoso al que no se le ha probado culpabilidad... la lista es extensa, aburrida y agotadora.

Según el político y médico inglés David Owen, quien ha estudiado el fenómeno en su libro “El poder y la enfermedad”, los que se comportan así sufren del síndrome de hubris. La palabra ‘hubris’ proviene del griego ‘hybris’, que significa exageración, desmesura, y se utiliza para nombrar las crueldades y las acciones humillantes que los poderosos cometen por simple y llano placer. Este síndrome no solo ataca a importantes señorones que han alcanzado encumbrados puestos, sino que se puede manifestar en cualquier individuo al que le ha tocado una parcela ridícula de autoridad sobre otras personas. Los “hubridosos” son narcisos, prepotentes y pueden reaccionar de manera impulsiva sin medir las consecuencias.

Esta semana, el protagonista estrella de esta preocupante condición ha sido (reflectores, palmas, fanfarria): ¡!, nuestro presidente del Congreso, al que no le gustó que le preguntaran sobre frigobares y televisores. Y es verdad que ya nada queda del congresista afable, sonriente, de opiniones serias y casi siempre sensatas que conocimos en tiempos que ahora parecen remotos. Pero una cosa es que te vuelvas antipático, pleitista, difamador o prepotente, y otra, muy distinta y mucho más grave, que hagas uso del poder que la ciudadanía te otorgó para convertirlo en una herramienta de chantaje.

Si los televisores y los frigobares eran una compra necesaria o no, resulta siendo lo de menos. Lo grave, el ataque de hubris que a todos nos ha dejado perplejos, es que el presidente del Congreso se atrevió a amenazar a un periodista con un argumento gansteril: si me haces preguntas incómodas, apruebo una ley que te traerá problemas. O sea, no me fastidies, patita, o te mando la moto.

Por supuesto, hasta el momento en que escribimos esta columna, no se ha disculpado, ni ha intentado suavizar sus palabras. Y es que no estamos ante un exabrupto, ni un lapsus. Estamos, queridos compatriotas, frente a un síndrome esparcido en el Congreso entre aquellos que se sienten, y se saben, dueños de todo.