En nuestra mente, el pasado es una antología de imágenes retocadas por la nostalgia y el futuro, una promesa incierta. Si no lo sabrán los afiliados a las AFP que vaciaron en los últimos años sus cuentas de ahorros previsionales para irse a Cancún...
En el largo plazo, además, todos seremos polvo, así que más nos vale gozar de la fiesta mientras la orquesta está tocando y el bitute abunda. Por alguna razón, el presente se nos antoja a los seres humanos como el único tiempo que existe, empujándonos a sacarle el jugo con furia antes de que sus primicias se extingan. Y si esto es cierto para el común de los mortales, cuánto más lo será para aquellos que hoy gozan de los privilegios del poder, pero mañana podrían hallarse sometidos a un régimen de trabajos forzados y dieta rancia. El expresidente Toledo, por ejemplo, se tomó hasta los conchitos que dejaban sus invitados cuando moraba en Palacio, temeroso de sequías por venir. Kuczynski, a su turno, bailó con la banda presidencial por calles y plazas de Lima como si estuviese participando de un prolongado ‘parade’ por el 4 de julio. Y Vizcarra se hizo colocar vacunas que no le correspondían para asegurarse de que sobreviviría a las incurias de su propio gobierno.
¿Ocurre algo semejante con la señora Boluarte? ¿Se apura ella a gratificarse con las granjerías que su encumbrada posición pone a su alcance sin que lo que la espera más allá del 28 de julio del 2026 la desvele demasiado? Pues los periplos innecesarios por determinados lugares de Europa, los artículos de lujo prestaditos con los que se adorna y los trabajos escultóricos de quirófano sugieren que sí. Pero se diría que ella, además de viajada, ostentosa y helénica cuando de perfil, quiere ser popular. Y es en ese empeño que nos arruina.
–Espejo ingrato–
La presidente, como se sabe, ha batido este año todos los récords de desaprobación ciudadana. Grosso modo, un 95% de la población la reprueba y solo un 3% de excéntricos la respalda en las encuestas. Y ese es un espejo en el que no le agrada mirarse. Su ojeriza hacia los sondeos de opinión crece mes a mes y su discurso de revancha contra sus ejecutores se inflama. En su afán de escarnecerlos, ella gesticula, ensaya figuras de hipotético ingenio y se ríe sola (porque los auditorios frente a los que representa ese papel permanecen invariablemente impávidos). De hecho, su última arremetida contra las encuestadoras –atribuyéndoles haberle pedido algún beneficio a cambio de subirle “dos puntitos”– la ha dejado en una posición tan incómoda que ya corren apuestas sobre cuál será su próximo despropósito retórico para tratar de sacudirse el problema de encima. A lo mejor el ministro Quero la puede ayudar en eso.
La señora Boluarte, sin embargo, no se rinde. Ella quiere ser aclamada por esa entidad gaseosa que los demagogos llaman “el pueblo” y entonces acude al más ramplón de los recursos: elevar la remuneración mínima vital. No importa si primero el Gobierno se llenó la boca diciendo que esa decisión debía tomarla el Consejo Nacional del Trabajo siguiendo criterios “técnicos”, no importa si eso solo aumentará la ya gigantesca informalidad que afecta a nuestra economía, no importa ni siquiera el hecho de que eso no le ha levantado jamás la aprobación a presidente alguno en nuestra astrosa historia política. Lo único que importa es que ella cree que eso le permitirá vivir un verano feliz, que será fugaz y probablemente el último que pase en el poder. Pero el presente, ya se sabe, es el único tiempo que existe.