Empapado hasta los muslos, agazapado al final de la chalupa en marcha que corta el caudal vertiginoso, el conductor alza las manos y grita una advertencia: “No más fotos, nos están viendo”. Sobre la margen izquierda del río Cenepa, rugen los motores incrustados en balsas con techos de plástico y desde las cuales unos enormes tubos de aspiración penetran hasta el fondo del cauce. Son al menos ocho dragas en las que grupos de entre 15 y 20 mineros ilegales extraen oro, día y noche, a orillas de la comunidad nativa Pagki, en la selva peruana. Estamos casi en el punto medio de los 38 kilómetros del río que lleva el nombre de la jurisdicción que atraviesa (El Cenepa) hasta la frontera con Ecuador. No es el sector que concentra más dragas en toda la cuenca, pero sí el más peligroso. “Ni siquiera traten de mirarlos, solo debemos pasar muy rápido”. Esas son las instrucciones.
La tonalidad verdosa del río cambia a un ocre intenso del lado en que las balsas traquetean. Con el cuerpo hundido hasta la mitad, un hombre parece dirigir con apuro la operación de una de las dragas. Nada, agita los brazos y hace señales de aprobación a otro que está al pie de una rampa artesanal instalada en la carcomida ribera de Pagki. Todo lo succionado desde el fondo del río va a parar a estructuras como esta, donde una alfombra recibe las piedras y el lodo que después serán procesados para sacar las partículas de oro. Pero para seleccionar y amasar el metal en polvo, los ilegales utilizan altas dosis de mercurio, un metal pesado que contamina el Cenepa sin tregua y le imprime un aspecto pantanoso en varios tramos. El procedimiento se repite en todos los puntos de la orilla donde las balsas han sido colocadas.
Desde algún lugar de este foco de devastación, un ‘peque peque’ (canoa a motor) con tres mineros a bordo parte en aparente persecución nuestra. Hemos seguido las pautas del piloto con rigor, pero está claro que surcamos una zona dominada por el delito. “Hay un grupo armado que siempre vigila”, exclama el motorista sin quitar la mirada del frente. Mientras acelera, esquiva islas rocosas y las deformaciones que la continua extracción de oro ha dejado en el centro del cauce. Unos 60 metros de río separan las dos embarcaciones en carrera. Lo que consigue despistar al ‘peque peque’, paradójicamente, es un nuevo conjunto de dragas que operan en los bordes y al medio de esta parte del Cenepa correspondiente a la comunidad nativa San Antonio. Veinticuatro balsas dispersas despiden un sonido atronador. Y cada una encierra un pequeño submundo: mineros al mando de niños inmersos en la faena y de mujeres (algunas adolescentes) encargadas de cocinar o lavarles la ropa.
“Son explotados y no pueden salir de ahí. Los mineros duermen por ratos en las balsas y sacan oro hasta de madrugada”, señala un dirigente awajún, cuando el conductor baja la velocidad y los rostros insolados de los menores transcurren como en cámara lenta.
Han pasado cinco horas desde que la chalupa que nos lleva salió del puerto Imacita, en Bagua, provincia ubicada al norte de la selva del Perú. Después recorrió el río Marañón hasta el ingreso al Cenepa, y franqueó en seguida las comunidades indígenas de Wawaim y Mamayaque. Aún sin la cantidad de dragas que aparecerían más adelante, ambos pueblos ya anunciaban la grave crisis ambiental y de seguridad a lo largo de la cuenca. Los contornos de árboles que antes envolvían aquí el río, hoy son apenas declives de tierra muerta en que se apilan cientos de cilindros cargados de mercurio. Sin embargo, el trecho que flanquean las comunidades de Tutino y Nuevo Tutino quizá sea el epicentro del infierno en que se ha convertido el río Cenepa. Las balsas mineras casi han copado este espacio fluvial: operan una al lado de otra formando una enorme muralla que bloquea el paso normal de cualquier embarcación. Por el peligro y número de dragas, el crudo panorama que comparten Tutino y Nuevo Tutino es similar a lo que luego encontramos en Pagki y San Antonio, situadas a seis kilómetros de distancia.
La comunidad de Huampami es la última parada en la navegación que Mongabay Latam y la ONG Paz y Esperanza han concretado por el Cenepa. Es 8 de septiembre de 2023 y el balance de lo hallado en el trayecto se torna abrumador: 70 puntos de explotación ilegal de oro. En 60, los mineros operan a través de balsas y en 10, con dragas en tierra. Los focos de succión y descontrol están principalmente en los territorios de Wawaim, Mamayaque, Tutino, Nuevo Tutino, Pagki, San Antonio y Huampami. Se trata de siete de las 63 comunidades de la etnia awajún que forman parte de la Organización de Desarrollo de las Comunidades Fronterizas del Cenepa (Odecofroc). Hace un año, Mongabay Latam publicó un reportaje que daba cuenta del caos creciente en la zona. Para ese momento, una medición de Paz y Esperanza indicaba que 30 dragas funcionaban en todo el río. Los dirigentes de la Odecofroc proyectaban que era el doble. Hoy en día, el problema ya desbordó los cálculos más sombríos.
Vivir bajo el terror
Augostina Mayán ha regresado después de dos meses a la comunidad de Nuevo Kanam, un anexo de Tutino. La última vez que estuvo aquí, en julio de 2023, fue cuando rescató a su padre del encierro al que los mineros ilegales lo tenían obligado dentro de su propia casa. El hombre de 80 años había permanecido tres días sin alimentos, sin poder salir ni recibir a nadie, luego de que su hija denunciara la presencia de 15 dragas en el costado del Cenepa que está bajo sus chacras de yuca y cacao. La casa de los Mayán de pronto fue rodeada y el patriarca de la familia quedó solo y a su suerte. La ex presidenta de la Odecofroc dice que una turba de mineros y comuneros de Nuevo Kanam vinculados con el negocio del oro incluso destrozaron el bote de sus hermanos cuando llegaban en auxilio de su padre.
“Logramos sacarlo con ayuda de compañeros de otras comunidades. Teníamos a la nuestra en contra”, recuerda la lideresa y se le anuda la voz. En el puerto de Nuevo Kanam, donde su familia fue atacada, solo queda una draga que por ratos es vigilada por un adolescente awajún. Augostina Mayán está convencida de que las demás balsas que asolaban su comunidad no se fueron por el temor de los mineros a sus denuncias, sino porque acabaron con el oro de esta parte y ahora explotan sobre otros espacios de Tutino. Ella es parte de los líderes que conforman una línea de lucha por la conservación del Cenepa. El costo de su pugna han sido los amedrentamientos que la empujaron a dejar su pueblo.
En la cuesta que da acceso a la comunidad de San Antonio, el ingeniero agrónomo Leonardo Ujukam lanza un resoplido y apunta hacia la tienda que los ilegales convirtieron en un bar sin hora de cierre. Por tres meses (entre junio y agosto pasados), el local fue centro de peleas, bullicio y drogadicción para los mineros que operaban en el sector del Cenepa ubicado frente al ingreso a San Antonio. Pero para un pueblo que siempre vivió en calma, relata Ujukam, aquel escándalo diario fue un choque que replegó a sus habitantes, los hizo blanco de intimidaciones y muy endebles de reacción. La necesidad, además, los fue obligando en algunas oportunidades a aceptar lo que el dinero de los ilegales imponía. Algunas adolescentes y mujeres adultas se convirtieron en víctimas de los intereses de aquella economía ilícita.
“La estrategia de los mineros es convertirse en comuneros, como parejas de las mujeres awajún, para no ser expulsados. Con el dinero logran que las familias de estas mujeres los admitan y protejan. Así se van haciendo fuertes en las comunidades”, comenta Augostina Mayán.
Las dragas que succionaban el lado del río que da a la entrada de San Antonio ahora están cerca del límite con Pagki y Tutino, territorio de las comunidades awajún que registran una deserción escolar en aumento. De acuerdo con un reciente diagnóstico elaborado por la ONG Paz y Esperanza, que trabaja con diversos pueblos indígenas de El Cenepa, los estudiantes de ambos pueblos optan por atender las necesidades diarias de los mineros para obtener cualquier beneficio económico. Un profesor, que pidió no hacer pública su identidad, asegura que las adolescentes empleadas como cocineras en las balsas algunas veces son víctimas de explotación sexual. Una situación que, según puntualiza el informe de la ONG, ya está fuera de control. En cuanto a los menores que dejaron el colegio, refiere el docente, el trabajo que los mineros les encargan es vigilar si el motor se va quedando sin combustible o alertar en caso asome algún extraño al lugar de las operaciones.
“Por cualquiera de esas labores, el pago que reciben es entre S/80 y S/100 al día” (entre $20 y $25)”, estima el profesor.
A una hora de navegación desde Huampami por los ríos Cenepa y Comaina, en dirección al límite con Ecuador, está la comunidad de Kusu Kubaim. A inicios de septiembre, de aquí bajaron muchas de las balsas que actualmente se agolpan en Nuevo Tutino y Pagki. Pero en los dos meses que los mineros ilegales permanecieron en Kusu Kubaim, ese fue un territorio tomado por la delincuencia. Felicio Sakash, exlíder del pueblo, bebe un sorbo largo de masato y explica que, por falta de ingresos o bajo amenaza, muchos comuneros tuvieron que alojar a los ilegales en sus viviendas. La convivencia, entonces, puso a los habitantes awajún de Kusu Kubaim en el centro de feroces disputas entre mineros por las mujeres del pueblo o las ganancias del día. A diferencia de San Antonio, Sakash comenta que el caos no solo tenía lugar en el bar de la comunidad, sino también dentro de las casas y jirones en cualquier momento.
“La población soportó mucha presión. Todo el día había peleas, amenazas, desastre. Varias muchachas de acá también se juntaron con los mineros y fueron abandonadas, a otras se las llevaron”, declara el exlíder bajo un techo de ramas que lo protege del sol implacable en este extremo de la Amazonía peruana. La violencia que vivió Kusu Kubaim, lo tiene claro Sakash, es la misma que ahora somete a pueblos como Sua Panki, un anexo de Pagki, y Nuevo Tutino, inexpugnables por la acumulación de mineros y su personal armado de custodia.
Denuncias sin nombre
El jefe de La Defensoría Municipal del Niño y del Adolescente (Demuna) de la Municipalidad Distrital de El Cenepa, Elías Autukai, indica a Mongabay Latam que en lo que va de 2023 su despacho ha recibido demandas por alimentos de ocho comuneras awajún, incluidas menores de edad, abandonadas por quienes ellas consideraban como sus parejas. En sus requerimientos, las mujeres precisan los nombres y oficios (agricultores en la mayoría de casos) que ellos les dieron. Sin embargo, Autukai señala que, tras indagaciones en campo, comprobó que los denunciados son en su mayoría mineros ilegales no indígenas, con identidades falsas, y en algunos casos comuneros awajún enrolados a la extracción de oro. “Los buscamos en el Registro Nacional de Identidad y Estado Civil (Reniec) y no existen”, remarca.
Con los folios en las manos, el funcionario anota que en los ocho casos su oficina pudo admitir las demandas e iniciar investigación. Pero hay mujeres que llegan a la Demuna solo con un nombre o el apelativo del padre de sus hijos, lo cual, apunta Autukai, hace imposible el inicio de todo proceso. De cualquier modo, se trata de comuneras que intentaron remediar su situación presentando denuncias, un grupo muy reducido frente al subregistro —estimado en decenas por el jefe de la Demuna— de mujeres awajún que no han acudido a reportar sus casos.
Lo que ocurre en cuanto a las mujeres denunciantes no es un aspecto aislado. Ninguno de los comuneros o dirigentes indígenas entrevistados para este reportaje pudo identificar con nombre y apellido a los mineros ilegales que proliferan en sus pueblos. Si aluden a alguno debido a un suceso en específico, lo llaman por su alias, un solo nombre y, a veces, por un diminutivo: ‘Maquisapa’, ‘Betito’, o similares. Dante Sejekam, presidente de la Odecofroc y quien ha emprendido una defensa firme del territorio awajún, sostiene que ni siquiera los líderes de las comunidades donde los ilegales perforan el Cenepa en busca de oro los tienen empadronados. En lo que los pobladores coinciden es que los ilegales provienen de Pucallpa (Ucayali), Puerto Maldonado (Madre de Dios), Iquitos (Loreto), Puerto Inca (Huánuco) y el valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (Vraem). Es decir, de lugares que registran frecuentes delitos ambientales que afectan a pueblos originarios, conforme lo ha ido reportando este medio durante los últimos años.
Si bien el despunte del precio del oro, hacia el 2010 y 2011, motivó la expansión de la actividad extractiva en Madre de Dios y Puno, no fue sino hasta el 2018 cuando los primeros mineros ilegales aparecieron en las comunidades que bordean el Cenepa. El defensor awajún Zebelio Kayap, otro dirigente amenazado por oponerse a la explotación aurífera en el río, relata que con el brote del Covid-19 se agudizó la histórica desprotección del Estado a los pueblos indígenas de la cuenca fronteriza, y ello dio paso a un progresivo establecimiento de los enclaves de minería aluvial. Las carencias en cada comunidad, además, han sido un factor decisivo para esa suerte de dominio territorial alcanzado por los ilegales.
Explotación de la necesidad
La casa de Felicio Sakash es de las pocas en Kusu Kubaim provistas de un panel solar para recargar una batería que, por dos o tres horas de la noche, permite a su familia tener luz. En Kusu Kubaim no hay energía eléctrica, pero aquello no es el problema mayor, explica Sakash, si lo compara con no tener servicio de alcantarillado o contar apenas con el agua del río que la minería ha contaminado con mercurio. “Cuando comemos pescado, tenemos fuertes alergias y males estomacales”, lamenta. En San Antonio, Leonardo Ujukam cuenta que ya nadie en su comunidad utiliza el agua del Cenepa, como antes, sino la que discurre por las quebradas cercanas y sale de a poco por las piletas de captación. De hecho, el último estudio de la Administración Local del Agua Bagua-Santiago acerca de la calidad de agua superficial en el río Cenepa, indica que la concentración de plomo excede los estándares establecidos por el Ministerio del Ambiente. La evaluación subraya como posibles causas de la magnitud de plomo encontrada las actividades mineras en la parte alta de la frontera de Ecuador y los vertimientos de aguas residuales provenientes de algún tipo de proceso de manufactura.
El crudo panorama de Kusu Kubaim y San Antonio se replica en todas las comunidades de la cuenca: ninguna tiene servicios básicos, infraestructura educativa adecuada ni postas médicas abastecidas. Por eso, cuando algún poblador sufre una urgencia de salud, el tema alcanza niveles dramáticos. Dante Sejekam, el actual titular de Odecofroc, refiere que muchas veces por la falta de personal y medicamentos el paciente tiene que ser llevado a Huampami, la capital distrital, donde la demanda de atención obliga a un técnico en enfermería a hacer “de médico, obstetra, odontólogo y hasta de psicólogo”. “En una situación de gravedad, el técnico debe acompañar el traslado del enfermo a Nieva o Bagua, o sea, a cinco horas de viaje, aunque esto pasa solo si hubiera una embarcación disponible”, describe Sejekam. Es decir, las perspectivas de salud para los comuneros awajún son tan frágiles como las de seguridad y condiciones de vida diaria dentro de los territorios que habitan.
Tal contexto marcado por la necesidad y desatención del Gobierno peruano fue propicio para que las cuadrillas de mineros ilegales irrumpan en los pueblos awajún, negocien su permanencia y exploten el río a sus anchas. Según un acta de asamblea suscrita en agosto de 2022, los entonces apus (líderes) de Nuevo Tutino, Tutino y Mamayaque, por ejemplo, admitieron que captaron ingresos mensuales de la minería para la construcción de locales comunales, colegios, postas y otras infraestructuras urgentes en aquellas comunidades. Varios de esos proyectos aún no se han concretado, y los que se realizaron fue para resarcir por ahora lo que las mismas operaciones mineras habían inhabilitado. Este es el caso de la escuela inicial de San Antonio, cuyos cimientos se debilitaron debido a la erosión provocada con la acción de las dragas y por lo cual un nuevo colegio fue construido sobre una loma del pueblo.
El uso de fondos procedentes de la actividad ilegal ha generado desacuerdo dentro de la Odecofroc, y ha agudizado el conflicto social que venía tomando fuerza en las comunidades desde el 2022. El expresidente de la organización awajún, Hortez Baitug, tuvo que renunciar tras ser acusado de alentar la minería. Dante Sejekam, gestor ambiental de 25 años, asumió el cargo recién en julio y explica por qué se reportan divisiones dentro de algunas comunidades: “El poder lo tienen los clanes familiares y priman sus intereses. Si en una comunidad las familias numerosas quieren la minería, entonces eso ocurre”. A ello se suman las amenazas y presiones de los ilegales que llegan hasta el punto de conseguir la renuncia del líder contrario a las extracciones de oro. La crisis social regida por las diferencias entre comuneros es una grieta que se ha ido profundizando gradualmente. En Kusu Kubaim, por ejemplo, tres jefes fueron removidos desde el 2021, tiempo en que uno solo debió cumplir gestión.
“Existe la narrativa de que las comunidades aceptan la minería ilegal, pero no se toma en cuenta que detrás hay grandes cantidades de dinero y violencia que mueven a los líderes indígenas de una posición a otra en realidades de extrema necesidad”, opina Rubén Ninahuanca, abogado coordinador del programa de Gobernabilidad de la ONG Paz y Esperanza.
Siniestro negocio en ascenso
Durante la primera asamblea que dirigió Dante Sejekam como nuevo presidente de la Odecofroc, el 11 de septiembre de 2023, más allá de las irregularidades detectadas internamente, los comuneros y apus reunidos se concentraron en discutir cómo los daños han recrudecido.
Las fuertes cifras que mueve la minería aluvial en el Cenepa corresponden a la alta cantidad de oro que cada draga puede absorber por día del río fronterizo. En un ‘alce’, o lo equivalente a una jornada de extracción, los ilegales llegan a conseguir por lo menos 200 gramos del metal, que luego venden a S/180 por gramo ($47). Así lo detallan a Mongabay Latam un minero procedente de Loreto y un comunero awajún que dejó sus labores agrícolas atraído por el oscuro negocio del oro. Sin hacer mayores cálculos, ellos responden que este 2023 la ganancia diaria por cada balsa es de S/36 000 en promedio ($9500), monto del cual se destina entre el 10% y 20% a las comunidades donde las dragas pueden succionar.
Uno de ellos tiene la tarea de mover las piedras que van saliendo a medida que avanza la absorción del río. Una faena por la que, asegura, los pagos son de entre S/1000 o S/2000 ($263 o $526). El otro se encarga de bucear mientras manipula el tubo que aspira la arena y rocas de las profundidades del río. Lo hace provisto de un equipo especial que le permite mantenerse dos o tres horas bajo el agua. En cada jornada, se sumerge unas seis veces. No quiere revelar cuánto gana, pero aclara que es mucho más de lo obtenido por cualquier otra labor en las balsas. Luego, baja la mirada y carraspea: “Unos 10 han muerto por hacer esto. Hubo derrumbes en el fondo y quedaron sepultados”. Nadie reclama los cuerpos, añade con indiferencia, y por eso tampoco los sacan.
En torno a la tensión en el río Cenepa, distintas fiscalías de Amazonas han abierto investigaciones, pero la mayoría de los expedientes están paralizados, asegura Rubén Ninahuanca. En la Fiscalía Especializada en Materia Ambiental de Bagua obra uno, del 30 octubre de 2022, respecto de un ataque a balazos de los mineros contra una comitiva de fiscales y policías en la comunidad de Pagki, y otro elaborado a raíz de una geolocalización, en noviembre de 2021, que daba cuenta de 20 dragas en la cuenca fronteriza. El último de ellos, que contenía las primeras importantes evidencias de la expansión minera en el Cenepa, fue archivado por la fiscal adjunta Elva Amenero. Mongabay Latam tuvo acceso al documento fiscal en que se resuelve no continuar con la investigación preparatoria.
El abogado de la ONG Paz y Esperanza sostiene que las diligencias dispuestas por la misma fiscal en la investigación a 20 presuntos propietarios de las dragas son “absurdas e impertinentes para el contexto donde se desarrolla la actividad minera”. Por ejemplo, describe: “Requiere buscar información en redes sociales, o datos del Registro Integral Formalización Minera para saber si estos ilegales figuran en el padrón cuando está claro que desde el 2010 la minería aluvial fue prohibida en el Perú”. Mongabay Latam buscó tener una entrevista con la fiscal Elva Amenero y la buscó en Bagua, pero no fuimos atendidos.
La irritación que la falta de justicia ha causado en la población awajún fue constatada personalmente por la presidenta de la comisión de Pueblos Andinos y Amazónicos del Congreso de la República, Ruth Luque, en un encuentro que días atrás tuvo con comuneros y líderes de la cuencas de los ríos Cenepa, Santiago y Nieva. “En nuestra cara limpian a los corruptos (en referencia a las investigaciones fiscales), fue su clamor”, indica la legisladora. Ella también recogió cifras oficiales acerca de otro incesante flagelo para los habitantes indígenas de las tres cuencas: “Hay 189 casos de VIH detectados solo entre enero y agosto de 2023, de los cuales 35 son gestantes y 12 de ellas, niñas y adolescentes”. La explotación sexual y violaciones en un escenario de abierta actividad ilegal, conforme lo registró Luque, influyen en el incremento de contagios. Pero también en los embarazos de niñas y adolescentes que, según reportó la congresista, es uno de los principales temas de atención en las redes de salud a donde acuden las comuneras awajún.
El domingo 1 de octubre, en cumplimiento con un acuerdo de la primera asamblea convocada por Dante Sejekam, 200 comuneros awajún junto con una patrulla de la Dirección de Medio Ambiente de la Policía Nacional incautaron y destruyeron 11 motores y una balsa durante una interdicción en cuatro comunidades de la cuenca del Cenepa. Sejekam afirma que el resto de motores y dragas fueron escondidos en las quebradas o hundidos en el río para luego ser recuperados, pues los mineros tenían la advertencia de que una interdicción estaba a punto de ejecutarse. No hubo detenidos. “Tampoco tuvimos tiempo ni recursos para ingresar en más lugares. Necesitamos que la policía instale una base aquí”, anota el presidente de la organización awajún. Solo dos días después de la intervención, las balsas empezaron a aparecer de vuelta en el río.
“Es lo mismo que pasó tras las interdicciones anteriores. En necesidad, sin presencia del Estado y sin un control constante, la puerta seguirá abierta para los mineros ilegales”, puntualiza Zebelio Kayap en un tono encendido.
El director de Medio Ambiente de la Policía Nacional, general Gregorio Villalón, declaró para este reportaje que su personal está realizando un trabajo progresivo en los ríos Cenepa y Santiago pese a las limitaciones en recursos, humanos, logísticos y financieros que tiene. El 1 de octubre, narró, los mineros ilegales intentaron frustrar la intervención. El oficial sabe que unas 70 dragas devastan el Cenepa y que se enfrenta a una economía ilegal sólida capaz de recuperar rápidamente sus pérdidas: “Podemos destruir uno o diez motores, pero ellos en una semana vuelven a instalarse”. En esa línea, Villalón consideró como tareas pendientes dar sostenibilidad a las acciones contra la minería y fortalecer el trabajo articulado entre las partes involucradas (fiscalía, gobierno regional y dirigencias comunales). “No se trata de ir una vez, intervenir y ya no regresar porque todo se pone igual”, precisa. Y tiene razón.
Al cierre de este reportaje, dirigentes awajún informaron a Mongabay Latam que las dragas estaban operando de nuevo sobre diversas posiciones. El Cenepa presenta otra vez el mismo panorama apocalíptico que encontramos en septiembre.
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