En sus horas finales no pudo gritar que era inocente como lo hizo frente al tribunal que luego lo condenó a 25 años de prisión; tampoco pudo pedir el perdón que tanto le reclamaban. No diseñó ninguna estrategia para volver a Palacio de Gobierno bailando el ritmo del ‘Chino’ y menos pudo decir adiós aunque tuviera un manuscrito de despedida que jamás alcanzó a leer frente a la cámara de su gran amigo Carlos Raffo. La última semana de su vida transcurrió entre el dolor físico y la impotencia. El cáncer le había ganado la partida y las casi 40 radioterapias en un intervalo de dos meses habían dejado su lengua y las paredes de su boca con heridas y llagas. El dolor era tan intenso que dejó de comer. Dejó de hablar, dejó de luchar. Sumergido en la morfina y en los relajantes, durmió los últimos dos días hasta que expiró arropado por sus hijos reconciliados. Keiko y Kenji le sujetaron las manos. Sus nietas Kaori y Kiara lo bendijeron. Y Sachie, su hija que le había rogado en todos los tonos no someterse a la inmunoterapia, alcanzó a despedirse por videollamada. Antes le había rogado que la esperara, que tomaría el primer vuelo desde Alemania. Su padre no pudo responderle. Nadie hubiera podido.
El único que faltó en esta íntima despedida final fue Hiro.
El segundo de los hermanos Fujimori Higuchi tampoco estuvo en el entierro de su madre Susana. ¿Juzgarlo? Imposible. Nadie sabe qué pasa por la mente y el alma de un hijo que se aleja del horror político. Hiro hace años decidió vivir lejos de todos y de todo. Eligió quedarse en el Japón, aislado. Los procesos contra los Fujimori incluso lo llevaron a juicio y eso lo marcó para siempre. Su padre preso, su hermana presa, su madre enferma, su hermano menor procesado fue demasiado para asimilar. ¿Dónde está Hiro? Nadie responde. Es mejor no preguntar. Lo único que sabemos es que no llegó al entierro de sus padres, pero eso no explica ni denota falta de amor. Todo lo contrario.
Los últimos días de Alberto Fujimori fueron muy complicados, de mucho dolor. Sus hijos, estoicos, lo sostuvieron pensando que una vez más resistiría. Kenji imploraba, le rogaba que no se fuera. Kenji, el favorito, el hijo menor que de niño lo acompañó en viajes cuando fue presidente. El que se hizo congresista y luchó como un toro por su libertad a costa incluso de su carrera política, de su libertad y de su relación con su hermana mayor. Kenji, el hombre que vivió para y por sus padres solo sollozaba impotente. Su hermana Keiko ayudaba a ambos, a su padre, sobre todo, a partir tranquilo, eso le decía. Tranquilo, pa, estamos juntos. Eso le aseguraba mientras sostenía su mano. Los hermanos Fujimori apenas podían mantenerse en pie. Sus peleas y resentimientos habían quedado atrás; ahora estaban unidos ayudando al padre devastado por la enfermedad.
Esa mañana del 11 de setiembre, Keiko se había despertado con un mal presentimiento. Sentía el mismo frío en el cuerpo que le invadió cuando su madre murió. Keiko se había traslado a la habitación de su padre en los últimos días y no había dormido. Los parches de morfina en el rostro de su padre anciano es una de las imágenes más sobrecogedoras de esos últimos días. El recuerdo de su padre llamando a su abuela también ha quedado retumbando. Alberto llamaba a su madre Mutsue: era el hijo buscando el refugio final. Si algo se repite es que en el trance más extremo un hijo siempre llama a su mamá.
En las primeras horas de ese miércoles, Keiko supo que su padre moriría y llamó a los amigos más cercanos. Carlos Raffo, a quien Sachie llama en broma el “hijo no reconocido de Alberto”, el “quinto hermano Fujimori”, llegó en primer lugar. También Martha Moyano y Alejandro Aguinaga. El abogado Elio Riera llegó después. Jamás imaginó que su imprudencia y ganas de comunicar antes que nadie el deceso le valdría horas después el desprecio familiar. Cuando Alberto murió, se escuchó un grito en la casa. “¡Elio!”, alguien gritó. Keiko acudió asustada ante el llamado y leyó el tuit anunciando la muerte de su padre que el abogado había publicado. “¿Por qué le faltas el respeto a mi padre una vez más?”, le dijo. Raffo gritó en seco: “¡Fuera! ¡Esta ha sido tu última falta de respeto!”. El abogado negó que él lo hubiera escrito y Keiko se enfureció más. “Ni siquiera tienes la valentía de asumir lo basura que eres”, fue la frase final de la hija mayor de Alberto. Abajo, Kiara terminó de enfrentarlo. Su abuelo acababa de morir. Nadie sabe quién decidió sacarlo en una camioneta y dejarlo en La Rambla, el centro comercial que está a unos metros de la casa familiar. Sabían que, si le abrían la puerta, el abogado declararía a la prensa y sería peor. Horas más tarde, el abogado pidió perdón públicamente y no asistió al velorio.
Una semana antes de su muerte, Fujimori estaba muy débil y adormecido. El dolor ya lo consumía, la boca la tenía en carne viva. No podía hablar. Cuando comenzaron a inyectarle morfina, dicen que volvió a despertar. Digamos que tenía lagunas de lucidez. De manera sorprendente, hay que agregar, tuvo ánimos para cortarse el pelo. Había salido de prisión con cinco operaciones en la lengua, fibrilacion auricular y fibrosis pulmonar. Sus rivales políticos no daban crédito a su enfermedad y juraban que era una treta más para alcanzar la libertad gracias a un indulto por razones humanitarias. Tenía cáncer desde 1997 y hay quienes piensan que si sobrevivió los últimos años en la cárcel es porque tenía un objetivo mayor: ver a sus hijos reconciliados. No por gusto Keiko y Kenji lo recalcaron en su entierro: que estarían siempre unidos.
Los dos últimos meses fue alimentado por sondas, estaba muy debilitado. ¿Cómo entender que estando tan enfermo aceptara ser candidato presidencial? Ese es otro camino difícil de procesar sin conocer lo que es capaz de hacer un hijo por su padre. Alberto ya estaba con metástasis y sus hijos lo sabían, pero, si algo le ilusionaba y le daba vida, era la política. Sonrió con energía inusitada cuando su hija le preguntó si quería volver a ser candidato. Se alegró más cuando se inscribió en el partido. Se ilusionaba cuando pensaba en la campaña del 2026. Era un hombre optimista y Keiko estaba dispuesta a todo con tal de ver a su padre feliz ahora que tenía los días contados; ni comentar lo que Kenji era capaz de hacer con tal de ver a su padre con vida. Lo que nunca contó la familia Fujimori es que, ni bien alcanzó la libertad, Alberto fue sometido a un chequeo exhaustivo. Así descubrieron que el mal ya había alcanzado la laringe. También estaba en el pulmón. ¿La libertad desencadenó el final? Se pueden construir mil teorías con ironías, pero existe una sola que la describió muy bien Kenji en su tuit de despedida. Fujimori murió dignamente, acompañado de su familia y en libertad. No murió solo, como hubieran querido sus odiadores. No murió preocupado por la enemistad de sus hijos. Murió arropado por ellos.
Antes de las radioterapias, Fujimori grabó ocho videomemorias. Quería contar su memoria y reivindicar su propio punto de vista. Sabía que despertaba polémica, pero quería hablar, contar, decir lo que había callado mientras estuvo 16 años en prisión. También quería presentar su libro que escribió en los encierros. En los videos ya tenía dificultades para hablar. Fujimori sabía que quizá no sobreviviría y, cuando decidió someterse al pembro, el estadio anterior a la quimioterapia, escribió su último adiós. “Lo grabamos después de la inyección”, le dijo a Carlos Raffo, pero ese momento nunca llegó. La última imagen de Fujimori es justamente saliendo de la clínica Delgado. Tiene el rostro hinchado. No declara. Ni él ni sus hijos lo saben, pero ha comenzado a transitar el camino sin retorno.
“¿Tú qué quieres hacer?”, le preguntaron Keiko y Kenji. Sachi se oponía, pero decidieron respetar la decisión del padre. Alberto siempre fue un hombre pragmático y arriesgado. Si se sometía al tratamiento inmunológico, era lanzar una moneda al aire. Cara era el camino de salida a más vida; sello era morir. Le pidieron pensarlo mejor. Aceptó hacerse resonancia previa. Fujimori miró a sus hijos y les dijo que aceptar vivir entre tres y seis meses con dolor no era vida. Dijo que saldría victorioso y la moneda se lanzó. La misma noche de la inyección, seis días antes de su muerte, había salido sello, pero él no lo sabía.
La prisión cambió a Keiko pero también a Alberto, eso aseguran. Reconocieron sus errores. Todos. Alberto, Keiko y Kenji entraron en sus propios remolinos de confrontación y salieron airosos. De hecho, en los últimos 15 días, Keiko asumió el rol de enfermera personal. ¿De qué hablaron padre e hija? Quizá algún día Keiko lo cuente. Si existen metáforas que explican purificaciones, fueron estos últimos días de apoyo incondicional frente al sufrimiento lo que ha permitido aún más curar las heridas familiares. Él en prisión, ella en prisión. ¿Ese fue el extremo que los llevó a la unión?
Fujimori no quería que lo cremaran, quería ser enterrado, quería que lo despidieran. No ha podido verlo, pero ha sido protagonista del velorio más concurrido de la historia peruana. Nadie podrá negarlo. El mensaje de despedida quería que fuera mostrado en la ceremonia del adiós. Era un mensaje de gratitud. Alberto Fujimori quería decir que todo había valido la pena, decía que el país estaba sano y que si él no lo estaba no era lo más importante. Ese borrador no alcanzó a grabarlo.
La última noche no aceptó morfina, solo aceptó clonazepam. Sonrió a la enfermera, sonrió a Keiko. Al día siguiente, su saturación bajó. Al final de la tarde, Keiko pidió música japonesa para relajarlo. Ajeno a las críticas y a los juicios de la historia, Alberto Fujimori solo dormía. Keiko pidió que todos se despidieran en voz alta. Cuando salieron todos de la habitación, Alberto expiró acompañado por Keiko y Kenji. Cuando se escucharon los sollozos, todos los presentes entendieron que había muerto.