Mi esposa, encinta desde hace ocho meses, y mi hija han tramado algo: someterme a una prueba para ver si sería capaz de soportar los rigores físicos del embarazo. «Nosotras llevamos un bebé dentro por nueve meses, ustedes no, necesitan ser más empáticos», comenta mi esposa tras confesar que sacó de Instagram la idea de aplicarme este examen de resistencia. «Sí, nosotras llevamos al bebé, ustedes necesitan ser más simpáticos», remeda mal mi hija, de solo seis años, con un ligero tonito gremial, mientras coloca una pelota de playa amarilla debajo de su camiseta.
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¿En qué consiste el reto?, les pregunto mientras caminamos los tres al mercado de la esquina. «Ahora verás», dicen al unísono. Acto seguido me invitan (conminan sería el verbo adecuado) a escoger una sandía de las muchas que hay en la repisa. Vislumbro de inmediato lo que planean –atarme la fruta al vientre–, así que negocio alternativas: «una sandía es muy pesada, mejor una papaya». Las dos se niegan asegurando que el grado de dificultad no sería el mismo. Pasados cuatro minutos zanjamos la discusión salomónicamente y nos llevamos un melón de peso reglamentario: dos kilos, ochocientos gramos.
De regreso en la casa, utilizan un rollo de plástico de embalaje para asegura el melón contra mi barriga. Me acerco al espejo, diviso mi perfil y recuerdo de inmediato el afiche de Junior, esa película de 1994 en la que Arnold Schwarzenegger queda embarazado al ingerir un medicamento creado por Danny Devito para estimular la fertilidad femenina. Para los adolecentes de mi generación ese afiche es inolvidable: resultaba muy chocante ver preñado a Terminator, o imaginar a Conan El Bárbaro calentando biberones.
Sin moverme del espejo, recuerdo también el célebre caso de Edwin Bayron, alias Carla, aquel enfermero filipino que a principios de los noventa provocó un escándalo mundial al declararse embarazado de seis meses. «Voy a ser madre de un niño, ya siento sus pataditas», se atrevió a decir Edwin, o Carla, mostrando en televisión una ecografía y una panza protuberante que, valgan verdades, se parecía más a la de un entusiasta bebedor de cerveza. Bastó que una ginecóloga certificara que el aparato sexual del filipino constaba de pene, escroto y testículos para desenmascarar al supuesto hermafrodita.
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«¡Primera prueba: tumbarse en la cama y levantarse!»; la voz de mi hija disuelve de golpe mis evocaciones. Avanzo despacio hasta el borde del colchón y me dejo caer, luego me incorporo con dificultad, protegiendo al melón con una mano. El examen continúa. «¡Segunda prueba: quitarse y ponerse medias y zapatos!». Me toca hacer un esfuerzo descomunal para atarme los pasadores, pero cumplo con lo justo. La tercera prueba («¡lavar platos!») me deja sin aire; salgo de la cuarta («¡recoger seis objetos del suelo!») con dolores lumbares, y de la quinta («¡hacer ejercicios de estiramiento!») con calambres en las piernas, fulminado de cansancio. ¡Y pensar que solo ha sido media hora!, pienso en silencio. No me imagino en este plan a lo largo de nueve meses, considerando el pequeño gran detalle de que las mujeres cargan un ser vivo. Además está todo lo otro: las restricciones alimenticias, los cuidados en la higiene, las medicinas, los controles. Para eso se requiere una cuota de amor, generosidad, temple, fortaleza muscular y mental que no creo que posea ningún varón nacido en este planeta.
Al día siguiente del experimento, me levanto y encuentro a mi esposa e hija en la cocina, preparado una ensalada de frutas. Veo a mi esposa blandir un cuchillo: está a punto de cortar en cuadraditos el melón que hace solo veinticuatro horas mantuve adherido a mi piel. En su lugar, veo a Abraham a punto de sacrifica a Isaac. ¡Nooooo!, grito, con un instinto maternal que me sorprende a mí mismo y tensa el ambiente. Mi hija ordena callarme y continuar la preparación. Cinco minutos después, sentado en la mesa, me siento como el Saturno que devora a su hijo en el cuadro de Goya. Mi esposa y mi hija me miran como se miraría a un caníbal culposo, acaso sospechando que el experimento del día anterior se les había ido un poco de las manos.
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