El día en que me fui de su casa, hace ya 10 años, mi padre esperó con paciencia que hiciera mi mochila -una demasiado pequeña, como si en lugar de irme a fundar mi familia fuera a montar un breve campamento- y me allanó con esos ojos que, durante décadas, conocieron el fondo del mar. Abrió el cierre más grande y, ordenado marino del B.A.P. La Pedrera, metió una bolsa sellada entre las cosas.
-Llévatela, me dijo. Algún día la vas a necesitar.
Era una camiseta Power modelo 1985 de Universitario de Deportes, el club que él había empezado a querer desde niño, cuando se escapaba con su hermano Javier a ver si entraba al Nacional en segundilla (1), cuando algún televisor camino a casa del colegio estaba prendido y veía los goles; cuando descubrió en el periódico que Roberto Chale trasladaba el barrio a la cancha de River y Racing, y luego al Mundial de México, y por guapo y elegante, era difícil de igualar.
Sobre la prehistoria de la camiseta hay apenas un par de datos que resumen esa época: en 1985, los billetes que mi padre recibía como sueldo cada fin de mes, perdían su valor apenas horas después de haberlos cobrado en ventanilla. Era la inflación brutal del gobierno aprista, que ahogaba la moneda, elevaba los precios y convertía los millones y millones de intis nuevecitos en inservibles fajos para jugar Monopolio. No sé cuánto tuvo que ahorrar para comprar esa camiseta, pero las veces que lo hemos hablado, mi padre siempre utiliza el mismo maravilloso ejemplo:
-Me tocaron buenísimos los zapatos, comparito. Me duraban aaaaaños.
Estos días, mientras redescubría mi casa -acaso el mejor saldo de la cuarentena- encontré en una maleta de viaje que servía de tobogán para unas arañas, esa primera camiseta de fútbol que mi padre me regaló, algún día de 1985. Pensé por qué lo hizo -y por qué lo he hecho yo, también- y siempre dí con la misma respuesta. No para que sea hincha de ese mismo equipo -al final, inevitable-; sino para que conozca quién era él.
(1) Entre los años 70 y 80, la segundilla era la posibilidad que tenían miles de niños y curiosos aficionados al fútbol de ingresar al estadio cuando el partido estaba ya iniciado en sus segundos 45 minutos.
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Ya se sabe que la primera vez es imborrable. En el fútbol también. La primera pelota, el primer ticket de tribuna, la primera camiseta. El primer recuerdo. Rubén Lucangioli es el arquero argentino de San Lorenzo de Mar del Plata que recibió el primer gol de Maradona en un torneo oficial de AFA (1976) y guardó esa pelota hasta que su nieto la encontró y la hizo trizas. Héctor Chumpitaz tiene en una habitación de su casa, en el Cercado de Lima, la camiseta de la selección con la que debutó en Mundiales (el 3-2 a Bulgaria), la tarde en México 70 en que jugó 10 puntos. Pelé, que en ese mismo mundial bajó de los cielos para enseñar cómo se jugaba al fútbol, le regaló la camiseta de la final contra Italia a Mario Lobo Zagallo y 37 años después, su hijo la subastó por 92.834 euros (unos 137 mil dólares), según informó a medios la firma Christie’s. El boleto N° 01602 a la Tribuna Ámsterdam del Centenario, en la primera Copa del Mundo, es uno de esos papeles amarillos que podrían pasar por basura de no ser porque nacieron los coleccionistas. El pasaporte visado con el que el Jet Alberto Gallardo viajó al Mundial del 70 fue hallado en Tacora por un ciudadano chileno. El señor Miguel Reyes Gavilano conserva una rareza: un recibo de la tesorería de Universitario por la cantidad de 400 soles de oro a favor de Teodoro Fernández Meyzán, Lolo. Es del 31 de enero de 1965. Lo cuida como si fuera una hoja de la biblia.
Mi único tesoro es esa camiseta Power que mi viejo compró con ahorros de meses, el mismo día en que me llevó al estadio por primera vez.
ESTE VIDEO DE MUNICIPAL ES UNA PRUEBA DE ESE AMOR:
El día que mi Padre se convirtió en mi hermano, fue el día que me presentó a mis Hermanos Ediles ⚪️🔴. Feliz día del Padre a toda esa gran Familia Edil. @CCDMunicipal
— Deportivo Municipal (Desde 🏡) (@CCDMunicipal) June 20, 2020
#FelizDíaDelPadre #FamiliaEdil #HermanoEdil #ConstruyendoUnaGranFamilia #EchaMuni pic.twitter.com/tISkr0kUhR
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De todos los vínculos que el fútbol permite construir, con futbolistas que se vuelven héroes, con directivos que se hacen historia, con hinchas rivales que se vuelven enemigos, el más indestructible es el que sella a fuego la relación con tu padre: la primera ida a la cancha a ver a su equipo. La misma maravillosa escena se repite en cientos, miles de casas, y cada vez que lo veo, intento hallarme allí, a su lado: desayuno muy temprano con el pan más rico de la panadería, nerviosismo -o complicidad- de mi madre por saber a dónde se llevan al niño y los tickets durmiendo en algún rincón de la sala, prueba del rito de iniciación del muchacho de la casa. El hermano mayor. El que juega a la pelota todos los días, carajo. Es como una partida de bautismo: sin ella es imposible seguir con los otros sacramentos de esta fe.
Luego de ese estreno, no se puede parar más. Algunos hasta se vuelven futbolistas. O incluso, periodistas.
Recuerdo su prisa para esquivar a tropas de desconocidos de ojos vidriosos que corrían para llegar antes que nadie, recuerdo a unos caballos inmensos, que a los 5 años me parecían dinosaurios; recuerdo las bocinas de panadero de unos gigantes rubios que, provistos de botellas de Cienfuegos, iban cantando por el mejor de los equipos. Recuerdo la mano áspera de mi padre, sujetándome fuerte por si era necesario saltar más que trotar, y apretarse en la cola que llega hasta 28 de Julio; recuerdo subir las escalinatas del Nacional agotado como en un infinito trekking, recuerdo el paste verde, verde, como si las hubiera pintado con témperas, y hasta recuerdo su sonrisa cuando miré una visera de dulonpillo que ofrecía un señor ambulante y él, Ángel Villegas Soto, sacó unas monedas, las multiplicó con su magia y cumplió el sueño de niño: usar los colores que eran de él.
Esa misma tarde, salimos del estadio y me compró la camiseta.
Porque en realidad lo que uno gana cuando va por primera vez al estadio con su padre es eso: ser un poco como él. Durante todos estos años, a veces distanciados, a veces asustados, a veces heridos, siempre que he querido volver al camino, la única salvación ha sido pedirle que me lleve al fútbol. Y repetir esa ceremonia por si, nunca se sabe, Dios nos permite volver a empezar.
Allí puedo ver, en su estado más puro, el corazón del hombre que me hubiera gustado ser.
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Los psicólogos dicen que el safari a un estadio activa el sentido de pertenencia. O lo reafirma: un niño se siente parte de su familia, pero es necesario que establezca lazos más allá, con el barrio, con el colegio, con un club de fútbol. En una tribuna, además, y de la mano de su padre, conoce lo puro y el ego, la jungla y el heroísmo. En la literatura, el escritor español Javier Marías resume ir al fútbol los domingos en un capítulo de su libro Salvajes y Sentimentales: “La recuperación semanal de la infancia”. En la escuela, ese niño que fue por primera vez al estadio, es un sobreviviente. Ha conocido la euforia en su estado más puro. El miedo y la alegría. Ha crecido.
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Mi padre es un hombre retirado de la Marina de Guerra en el grado de técnico supervisor. Eso dice su cédula de identidad. Su vida para mí es otra cosa: es el hombre que ha estado allí todas las primeras veces. Fue él, Ángel, la primera persona que yo recuerdo haber extrañado, cuando se iba por meses a esos viajes que lo llevaban por Sudamérica, viviendo en un submarino como el Capitán Nemo. Es también el primer hombre con el que me rendí porque las matemáticas no me salían, el primer hombre que me llevó a bucear en el Centro horas y horas, hasta encontrar revistas de segunda del Hombre Araña, el primer hombre al que mis amigos entregaron, por partes, la noche de 1999 en que me excedí con el alcohol y la pena. Mi padre es el hombre que me dio mi primera propina, pagó mi primer horripilante terno y el primero que me abrazó cuando, en lugar de castigarme, entendió por qué tenía la libreta de tercero de secundaria llena de notas en rojo.
Intuyo que es difícil pero los padres deberían ser, alguna vez, lo más parecido a un amigo.
Con él fui entendí que Perú había clasificado al Mundial de España 82, con él pisé por primera vez el Estadio Nacional de la calle José Díaz y fue a él a quien llamé por teléfono la mañana del 29 de octubre del 2011, para contarle que cuando ni siquiera terminaba de ser hijo, iba ya a ser papá.
Como me tocó esa dicha, lo único que he querido hacer desde entonces es repetir exactamente todo lo que él hizo conmigo.
¿Recuerdas cómo fue la primera vez que fuiste al estadio con tu padre? En su día, envía una foto o una historia breve de ese momento y sera publicada aquí, en esta nota. Escribe a miguel.villegas@comercio.com.pe o etiqueta en Twitter a @prakzis.
OTRAS HISTORIAS DE PADRES E HIJOS EN LA CANCHA
Pedro Ortiz Bisso (@orbisa35)
Los inolvidables 90 siempre en mi corazón.
Israel Zárte (@isra_Zarate)
Creo que fue setiembre del 2001. Mi papá veía que sintonizaba más ESPN, que CMD y me regaló el kit completo del Bayern (hasta con medias jaja), para que lo usé en mis -malísimas- pichangas. Obviamente es la 14.
Juan Aurelio Arévalo (@aremirju)
La primera, la que más quiero pic.twitter.com/2hiNUcwc29
— Juan Aurelio Arévalo (@aremirju) June 19, 2020
Jorge Lafosse (@lafosse_m)
— Papanky (@lafosse_m) June 19, 2020