Santiago Roncagliolo (Escritor)
“Me atreví a preguntarle: ¿Por qué confías tanto en mí?”
Luis Jaime solía invitarme a su casa los fines de semana para hacer el Crucigrama del periódico. Bueno, para mirar cómo lo hacía él. Se sentaba en un sofá junto a su biblioteca y llenaba las frases complicadas, esas que salían de las imágenes y que solían ser citas de personajes históricos: “Delenda est Cartago: Catón”.
Luego, me pasaba el periódico y yo ponía la fórmula del oxígeno: “O”.
Por entonces, yo era una especie de profesor asistente de su curso de Lengua. El me había propuesto para el cargo incluso antes de que fuese legal por mi nivel académico. Y yo vivía constantemente aterrorizado de que descubriese que no tenía idea de nada. Pero pasaban los meses, nos hacíamos amigos, y yo no parecía especialmente inútil. Así que fui ganando confianza y un día me atreví a preguntarle:
-¿Por qué confías tanto en mí?
Él respondió:
-No sé ¿Intuición?
Cuando iba a terminar la universidad, Luis Jaime me ofreció un ascenso. Quería que yo fuese coordinador de prácticas. Pero yo ya había decidido que prefería el oficio de escribir a la reflexión académica. Rechacé el ofrecimiento. En esa época, al lado de la universidad había un pampón vacío. Recuerdo haberlo cruzado con náuseas, sintiendo que le había fallado al único tipo que creía que yo tenía talento.
No nos vimos apenas después de eso. Pero tras su fallecimiento en 2011, publiqué una novela, y durante la gira, pasé un domingo con periódicos en un hotel. Encontré un crucigrama. Y repentinamente, me vi llenando la frase “Delenda est Cartago: Catón”.
He decidido creer que fue una señal. Que él me estaba perdonando.
ESCUCHA AQUÍ A SANTIAGO:
Sara Hamann (Abogada, historiadora y esposa de Luis Jaime)
“¡Me puso el primer 12 de mi vida!”
Era el año 1950 cuando ingresé a la Universidad Católica, tenía 17 años. Yo siempre fui muy aplicada en el colegio, y estaba completamente segura de que había dado muy bien el primer examen del curso de Lengua I, de Estudios Generales, en la clase del profesor Cisneros. El día de los resultados, entregó los exámenes llamando a los estudiantes uno a uno. “Señorita Hamán”, me dijo pronunciando mal mi apellido (años después me confesó que lo hacía a propósito, para llamar mi atención). De pronto vi el 12 sobre el examen… Yo me quedé impresionada porque estaba acostumbrada a tener notas más altas. “Usted tiene razones para no ser una alumna cualquiera”, fue su comentario, pero ya me había herido en el orgullo. Fue el único curso que llevé con él, pues seguí Historia y no Lengua. Después nos hacía leer a Postler, un libro de lingüística, muy importante. Y ahí me saqué 18.
Ocho años después nos casamos.
Alberto de Belaunde (Abogado y político)
“Luis Jaime no dudó ni un instante en apoyarnos con su firma”
En el 2005 desde la representación estudiantil de Estudios Generales Letras empezamos una campaña para lograr que la Facultad fuese más accesible para personas con discapacidad. La idea era conseguir firmas tanto de alumnos como profesores, exigiendo a las autoridades a que se tomen acciones de inmediato. La campaña con los alumnos fue un éxito, el problema se dio con los profesores, pues hicimos varias consultas y nadie se animaba a firmar. Hasta que acudimos donde Luis Jaime, quien no dudó ni un instante en apoyarnos con su firma. A partir de ahí todo fue mucho más fácil: con la firma de Luis Jaime en el planillón, varios profesores se animaron a acompañarnos en la iniciativa. Con ello logramos que la Facultad actuara y empezara a adaptar su infraestructura para lograr que sea accesible para todos.
Luis Jaime Cisneros fue siempre una persona cercana a los estudiantes. Entendía perfectamente lo que significaba ser parte de una comunidad universitaria, y las oportunidades de aprendizaje que ello ofrecía a todos, estudiantes y profesores. En una entrevista que le hizo el escritor Alonso Cueto, y que se encuentra recogida en su libro “Mis trabajos y los días” (Peisa, 2000), Luis Jaime señaló que él seguía enseñando porque le faltaba aprender mucho todavía, y eso era lo que alimentaba la sed de docencia. Su aproximación a la experiencia académica fue siempre desde la sencillez, curiosidad y amabilidad, características que comparten todos los auténticos maestros.
Patricia del Río (Lingüista y periodista)
“Hoy nos recordaría que solo se construye dialogando”
Luis Jaime Cisneros no se parecía a nadie que yo hubiera conocido antes; su físico enjuto, no combinaba con su espíritu libre. Tenía serenidad de sabio y picardía de adolescente. En el Perú arruinado de los noventa, sus alumnos llegábamos a su oficina con dudas y salíamos con poemas. A su casa entrábamos con preguntas y nos íbamos con el eco de su voz ronca leyendo el Quijote, mientras callaba a su perro que solo respondía a las palabras esdrújulas. Hoy lo extraño más que nunca; porque miraría todo este alboroto y nos recordaría que solo se enseña escuchando, que solo se aprende cuestionando, y que solo se construye dialogando. Si estuviera acá con sus dedos despigmentados y su figura desgarbada, nos mandaría a leer alguna tragedia griega, para recordarnos que la miseria y la estupidez han convivido desde siempre entre nosotros, pero que nunca se debe perder la esperanza. Porque eso era Luis Jaime Cisneros, un hacedor de esperanzas.
Un día que salía frustrada de una clase en la que creía que nadie me había prestado atención, Luis Jaime me sonrió y con su calma de siempre y me dijo, “si uno, solo uno te presta atención y en sus ojos ves que tiene hambre de aprender, entonces todo tu esfuerzo habrá valido la pena”.
(En la foto, Patricia dicta en un curso como jefe de prácticas. Fue tomada por su maestro Luis Jaime, quien se la obsequió.)
ESCUCHA AQUÍ A PATRICIA:
Coqui Fernández (Promotor de espectáculos)
“Espero que me vuelvas a visitar, siempre estoy aquí en las tardes”
Primera clase de Lengua I en el T-3 de Estudios Generales Letras. Entra Luis Jaime y nos dice que de cinco controles de lectura se eliminará uno. Eran Saussure y Coseriu, pero preferí escuchar los ‘Use your Illusion’. Llegó la hora del control de lectura. El resultado: un mono habría sacado la misma nota que yo. Cisneros me citó en su oficina: “Siéntate, no pasa nada”. Luego de rasparse la garganta, me dijo:
“Esto va ser rápido porque te veo inquieto. Ya he revisado todo tu historial, tus notas en primaria, en secundaria, tus exámenes de aptitud verbal y matemática así como lo del coeficiente, también he revisado minuciosamente tu ingreso directo a la universidad y te felicito por esto último. Solo te haré dos preguntas: 1. ¿Fumas ‘pitos’? (al momento, yo acababa de cumplir 17 años) 2. ¿Tienes poluciones nocturnas?”.
No entendí qué tenían que ver esas preguntas con mi par de ceros. Me dijo que a las personas que sacaban notas brillantes o ceros los unía en su vasta experiencia ambas características y que, por lo tanto, si quería tener mejor rendimiento académico tenía que dejar ambas aficiones (si las tenía) o al menos una de ellas. “Piénsalo, no soy un cura, soy tu amigo. Espero que me vuelvas a visitar, siempre estoy aquí en las tardes”. Lo fui a visitar al menos tres veces por ciclo, y hasta un día me invitó a su casa en Gral. Borgoño, en Miraflores, donde para sentarse había que sacar libros porque los había hasta en las macetas. Querido Luis Jaime, siempre te tendré en mi corazón.
Giovanna Pollarolo (Guionista y poeta)
El vergonzante 12
La he contado varias veces; pero no recuerdo si alguna vez la he escrito. Si lo he hecho, espero que no difiera demasiado de esta versión 2021. Es la historia del vergonzante 12 que LJC, mi profesor de Lengua I en EEGGLL, estampó en el cuadernillo en el que escribí mi primer examen parcial. En un momento de mi vida, estudiar Literatura se convirtió en una obsesión personal. Estaba casada, era madre de dos hijos, acababa de cumplir 26 años pero quería estudiar Literatura. Y para llegar a ese lugar tenía que pasar por EEGGLL. Dije: pasaré. Cuando se publicaron los horarios, vi mi nombre en una de las secciones de LJC; y el primer día de clases, mientras esperábamos que ingresara al aula, mis eventuales compañeros y compañeras de banca mencionaban la suerte que habíamos tenido: Luis Jaime es un capo, es el mejor profesor. Nadie se aburría en sus clases, hacía preguntas diferentes. Y llegaron los parciales. Yo era mayor, yo iba a Literatura, ergo, tenía que sacar por lo menos un 18. La tarde del reparto de exámenes, mi joven vecino de banca fue llamado y regresó con un enorme 20 en la sonrisa. La otra vecina: 19.
El vergonzante 12 que saqué me hizo saber que si quería ser estudiante universitaria, debería aprender a pensar, a leer, a escribir de otra manera. La manera como enseñaba Luis Jaime: pensar, leer, escribir con libertad.
Carlos Garatea (Rector de PUCP)
“No importa: aquí estuve con Sara”
De todas las anécdotas que tengo con Luis Jaime conservo con especial cariño una que vivimos en Múnich. Luis Jaime llegó de visita con su hija Cecilia. Patricia, mi esposa, y yo los recibimos felices. Habían pasado unos años sin vernos. El primer día nos dijo que quería encontrar la casa donde estuvo hospedado treinta o cuarenta años atrás. Quería una foto en la puerta para llevársela a Sara. Pero no recordaba el nombre de la calle, aunque sí por dónde estaba. Cámara en mano, Luis Jaime, Cecilia, Patricia y yo caminamos durante horas. Dimos mil vueltas, sin resultado, llenos de buen humor. Nunca apareció la casa, ni la calle. Nada coincidía con su memoria. De pronto Luis Jaime nos detuvo: “Aquí es”. Estábamos ante un edificio. Ni rastros de la casa. Se lo dijimos: “Luis Jaime, no puede ser”. La respuesta fue una maravilla: “No importa, aquí estuve con Sara. Que no haya casa es un detalle”. Tomó aire, sonrió, sacamos la foto. Estuvo feliz. Seguimos el camino. Nos quedó claro: la vida y los recuerdos se llevan dentro.
Roberto Quiroz (Periodista)
La vida, la felicidad y los alfajores
“Lo felicito, venga a buscarme a mi oficina”. Mi profesor de Lengua y Literatura de la Universidad Católica había escrito eso al final de mi examen. Primero el desconcierto, luego el orgullo. ¡El profesor Luis Jaime Cisneros, ni más ni menos, quería hablar conmigo! Pero yo estudiaba de día y trabajaba en la tarde como periodista así que aunque quise, nunca pude ir.
A sus clases, eso sí, nunca faltaba. Ese profesor que nos hablaba de el Quijote con tanta pasión que él mismo parecía encarnarlo, que nos descubrió la magia de Borges, la belleza de los poetas del Siglo de Oro. Ese profesor era, además, un vacilón. Como cuando llegué tarde a clases, toqué la puerta, abrí, metí la cabeza, me miró, se calló, silencio en la clase, pregunté: ¿puedo entrar? y respondió: todito entero.
La vida nos separó y nos juntó muchas veces. Primero, cuando trabajando en Caretas me hice amigo de su hijo, el querido Luis Jaime hijo, a cuya casa iba a escuchar a The Smiths a todo volumen y luego a gorrear la cena (y gorrear familia, de paso). Y allí, encabezando esa generosa mesa familiar, mi entrañable profesor y con su entrañable Sara, su mujer.
Luego, ya casado y con hijos y dudas sobre lo que estaba haciendo de mi vida, iba a tomar el té llevándole los alfajores. Escucharlo hablar de literatura, de la vida, reírnos y salir tranquilo hasta la próxima, era un regalo de la vida.
Lo vi por última vez cuando, en una de mis tantas y breves chambas, fui director de un programa de televisión sobre educación en el Canal 7. Inmediatamente lo llamé para entrevistarlo y que todos gocen de su sabiduría y humor. Al final, terminada la entrevista, me despido con un apretón de sus delgadísimas manos y le digo: profesor, qué rápido se pasó la entrevista. “Cómo la vida”, me respondió.
La vida se pasó rápido, profesor. Y cuánta falta nos hace hoy, en estos terribles tiempos. Hubiera ido a tomar el té con alfajores, le hubiera preguntado ¿y ahora qué hacemos? Usted hubiera carraspeado como siempre lo hacía, me hubiera mirado desde sus anteojos de lunas imposiblemente gruesas, hubiera movido sus manos como gaviotas y hubiera dicho: “muchacho, nuestro único deber en la vida es ser feliz. Así que comámonos, por lo pronto, esos alfajores”.
Álvaro Ezcurra Rivero (Profesor de Lingüística en el Dpto. De Letras y Ciencias Humanas de la PUCP)
“La lección no ha concluido y me corresponde continuarla”
No deja de ser un género curioso el de las dedicatorias. Junto con expresar deseos, expectativas o agradecimientos, llevan el sello irrepetible de la caligrafía de quien dedica. Un libro dedicado es siempre único. Como un ancla en la memoria, trae grabada la voz de quien nos lo dio y la evoca cada vez que lo volvemos a abrir.
Uno de los primeros libros que me regaló Luis Jaime debe haber sido Problemas de lingüística general, de Emile Benveniste. “Para Álvaro Ezcurra con quien tanto aprendo”, dedicó Cisneros. El regalo vino justo después de que le propusiera los temas para unas clases en que lo reemplazaría. Lo tomé como una condecoración, inmerecida pero que de todos modos me llenaba de orgullo a mis dieciocho años.
Un día por la mañana Luis Jaime empujó sobre el vidrio de su escritorio hasta mis manos Poesía metafísica inglesa, una edición bilingüe que me acompañó varias noches hace algo de 20 años. Le había contado poco antes que me acababa de separar de quien es ahora mi esposa. Luis Jaime dijo poco. Escuchó en silencio y al día siguiente me regaló el libro, que llevaba escrita una discreta anotación: “obsequio para Álvaro Ezcurra, febrero 2001”. Se trataba de un remedio.
Unos años después, poco antes de viajar a Alemania para estudiar el doctorado, recibí la Agenda culta de Martha Hildebrandt. Tenía la forma de un libro, pero era efectivamente una agenda, con la peculiaridad de incluir un peruanismo para cada día del año. “Para que anotes tus horas y cumplas con tus días”, decía la primera página. Unas semanas más tarde, acudí a casa de Cisneros para despedirme antes de viajar. Pensé mucho en qué libro le podía dar de regalo. Elegí unos ensayos de George Steiner, Lecciones de los maestros. “No hay manera de agradecerte, querido Luis Jaime. Solo puedo decir que la lección no ha concluido y que me corresponde continuarla”, le escribí entonces, como hoy mismo lo vuelvo a hacer.
Alonso Cueto (Escritor)
“Tenía devoción por las palabras”
Ningún alumno de Luis Jaime Cisneros lo olvida. En sus clases, el estudio de la lengua era una forma, la más precisa y vasta, de aprehender la realidad en todas sus dimensiones. Cuando él daba ejemplos sobre la lengua y el habla, cuando recitaba en clase trozos de Borges o de Cortázar, cuando paseaba por el salón explicando algún tema, nos parecía reconocer que las palabras son el modo más amplio de reconocer el mundo. Sus clases eran un acto de creación en el que se combinaban sus conocimientos y su capacidad de adaptación a los alumnos. Un ejemplo de su idea de que el maestro es quien siembra una semilla que el alumno debe desarrollar.
Su humor era un ingrediente permanente de esas enseñanzas. En una ocasión hablamos de un alumno. Yo le dije que era hijo de un general. Eso es lo que tiene de particular, me contestó rápidamente. A propósito de la salida de su libro antológico “Los Trabajos y los días”, por encargo de la editorial Peisa, lo vi con frecuencia para seleccionar los textos y hacerle una entrevista. Eran sesiones que acababan por la noche. Después de ellas y de una sesión de tostadas con mermelada con la gran Sara Hamann, nos quedábamos a veces a hacer el Geniograma. En una ocasión, con uno difícil, cuando ya había pasado la medianoche, tuvimos que rendirnos faltando llenar dos o tres casilleros. Me despedí de él en la puerta y cuando estaba a punto de subir al carro lo vi salir otra vez. Luis Jaime estaba blandiendo el periódico mientras decía: “Ya tengo la solución”. Esa imagen juvenil, hecha de una devoción por las palabras, es uno de los muchos tesoros que sus alumnos heredamos y conservamos como un privilegio.
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