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Crimen en Cieneguilla: la historia del diplomático que fue asesinado por su amante y abandonado en plena carretera
Jorge McLean y Estenós era un diplomático de carrera, pero su vida personal guardaba secretos que pocos conocían. En julio de 1951 fue hallado a 50 metros de su auto en un paraje de Cieneguilla con cuatro balazos en el cuerpo y la cabeza destrozada. La policía actuó rápido y no dejó que el criminal escapara de Lima.
En una curva solitaria, entre el distrito limeño de La Molina y la hacienda Cieneguilla, Jorge McLean y Estenós no supo que estaba viviendo los últimos minutos de su vida esa noche del 15 de julio de 1951. Acababa de ser nombrado embajador del Perú en Ecuador, pero no pudo ocupar el cargo porque una mano asesina se regodeó con él. McLean fue golpeado, primero, con una piedra, en un gesto que hoy se puede considerar de odio o desprecio hacia la víctima. Sus documentos y hasta el dinero que llevaba en el saco estaban allí, completos.
Ese detalle descartó para la Policía un crimen pecuniario, es decir, por robo. Los agentes encargados del caso, sin duda presionados por el gobierno de turno (Odría estaba en el poder), debieron actuar rápido. Por las circunstancias que observaron desde un inicio, en ellos empezó a formarse la idea de que se trataba de un crimen de carácter pasional.
Por ese motivo, estaba claro que Jorge McLean conocía a su verdugo. La Policía encontraría su cuerpo en un paraje de la conocida “carretera hacia Huarochirí”, y a tan solo 50 metros de distancia, el auto de la víctima con el interior completamente ensangrentado.
Lo más probable, empezó a decir la Policía, era que el diplomático haya sido golpeado y acribillado dentro de su propio auto. Solo después su cuerpo habría sido arrastrado hasta el punto donde lo hallaron abandonado. De pronto el asesino intentó ocultarlo, pero fue visto por alguien o simplemente se cansó de arrastrarlo: McLean era un hombre gordo y alto.
¿QUIÉN ERA LA VÍCTIMA DE CIENEGUILLA?
Jorge McLean y Estenós trabajó, desde muy joven, en la Cancillería del Perú. Por sus raíces tacneñas, y la odisea que pasó su familia en los tiempos de la ocupación chilena, bien entrado el siglo XX, se le consideraba un funcionario que realmente valoraba el sentido de la patria.
McLean colaboró con los gobiernos de Óscar R. Benavides (1933-1939), donde fue secretario presidencial, y con el gobierno de Manuel Prado Ugarteche (1939-1945); en tiempos de este último ocupó un puesto estratégico: responsable de la Dirección General de Informaciones.
Siguió su carrera diplomática con ahínco. En 1949, con el dictador Manuel A. Odría en el poder (1948-1956), fue nombrado Ministro Plenipotenciario y Enviado Extraordinario del Perú en Portugal. Luego de ocupar ese cargo, su papel diplomático estaba conducido a cobrar mayor relevancia.
El gobierno de Odría lo había destacado como embajador delPerú en Ecuador, país con el que las relaciones eran todavía tensas y desconfiadas por ambas partes, tras el conflicto que sostuvieron 10 años antes, en 1941. Pero las cosas a veces no ocurren como uno piensa. En su caso, se le interpuso un hombre: su homicida.
Debido a ese cargo al que estaba destinado, el asesinato de Jorge McLean se cubrió de un halo conspirativo, al menos en un inicio. La Policía no podía descartar ninguna posibilidad. Sin embargo, horas después y ante los hechos e indicios regados en la “carretera a Huarochirí”, los investigadores determinaron que era un caso relacionado a la vida personal de McLean.
¿CÓMO FUE EL HALLAZGO DE LOS RESTOS DEL HOMBRE DE LA CANCILLERÍA?
David Ramírez Merino y Arturo Luz Como eran dos camioneros que conducían su vehículo desde La Molina esa noche dominical del 15 de julio de 1951. El camión de David y Arturo había cruzado el distrito molinero y se encaminaba hacia la ‘Arenera’, en la haciendaCieneguilla.
Apenas sus propias luces daban algo vida a esos solitarios y oscuros parajes cuando divisaron, frente a sus ojos, un extraño bulto, a la izquierda de la ruta que seguían. Estaban a la altura del km.18 de lo que llamaban la “carretera a Huarochirí”, y eran las diez de la noche.
Encendieron las luces altas del camión y entonces descubrieron que no era un bulto cualquiera. Se trataba del cuerpo inánime de un ser humano, esto lo supieron cuando bajaron de su camión y lo tocaron apenas... Hicieron de inmediato la denuncia en el puesto de la Guardia Civil de La Molina, que era el más cercano. Los recios camioneros estaban esa vez asustados, impresionados y algo alborotados por lo que había hallado.
La Policía se movilizó en minutos. Con un contingente considerable acordonaron la zona del homicidio. Allí fue que revisaron los documentos personales del embajador, intactos en el bolsillo de su camisa. Supieron que era Jorge McLean y Estenós y que era un importante diplomático y funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores.
Cuatro disparos en el tórax, la cabeza rota y el rostro desfigurado por un golpe de piedra, esa era la realidad post mortem del cuerpo rechoncho que había quedado boca arriba. McLean nunca salía a la calle sin su sombrero, y este no lo abandonó ni aún muerto, pues permaneció junto a él hasta que llegó la Policía.
Los restos del diplomático quedaron en ese lugar y en esa misma posición por muchas horas; es decir, hasta el día siguiente, el lunes 16 de julio de 1951. A la media mañana de ese día, un periodista de El Comercio llegó al sitio, pero no al lugar exacto donde estaba el cuerpo. Debió dejar su auto a una distancia de 100 metros. El juez de turno Percy Vigil Elías había pedido esa distancia para hacer su trabajo sin interrupciones.
EL CASO MCLEAN: LAS PESQUISAS POLICIALES
Las autoridades policiales fueron muy celosas con el caso. Desde un inicio los miembros de la Guardia Civil (GC) y de la Policía de Investigaciones del Perú (PIP) impidieron que los hombres de prensa hicieran su trabajo. Solo se dedicaron a dar los datos personales del occiso. Pero eso era nada para un curtido reportero de policiales.
El instinto periodístico hizo que el redactor de El Comercio se escabullera del cerco policial y lograra acercarse lo suficiente al cadáver. Así vio que el cuerpo había quedado en posición de cubito dorsal, con los brazos extendidos.
El que fue Jorge McLean aún tenía un terno gris oscuro, a rayas; sus zapatos eran de color negro y sus medias blancas. Pero su camisa ya no era blanca por la abundante sangre derramada en ella; no obstante, el cuerpo aun guardaba un gesto de triste dignidad, pues en el bolsillo aún tenía, bien colocado, un lapicero ‘Parker’ que lo distinguía.
El auto de la víctima era de color verde, un Pontiac, y el redactor corroboró el dato de que la máquina se hallaba a unos 50 metros del cadáver, en plena carretera, pegado al cerro. Allí, en el auto, le habrían disparado.
La zona estaba en el límite de La Molina y lo que se conocía como la “hacienda Cieneguilla”. Para entonces, esa zona de la ciudad era solo de terreno agrícola, y aún no existía como distrito (Cieneguilla sería recién distrito en 1970).
Como había dicho la Policía, no había rastros de robo; tenía dinero en los bolsillos e, incluso, el reportero pudo observar que un reloj de oro, detenido a las 10.05 pm., aún estaba colocado en la muñeca izquierda de la víctima.
En ese momento, se esperaba que los forenses transportaran el cuerpo para la autopsia de ley. Solo así se determinaría con más precisión cómo fue asesinado el hombre de la diplomacia peruana.
Pero la Policía parecía tener la pista segura; e incluso, por sus propias pesquisas con gente del entorno de la víctima, los agentes estaban desde las primeras horas detrás de un sospechoso. Recién al mediodía, la fiscalía ordenó el levantamiento del cuerpo.
Sin duda, en cuanto se dio la noticia por El Comercio y los demás diarios de la época, la sociedad peruana quedó escandalizada. El diario decano puso de relieve el profesionalismo de doctor Jorge McLean, y sin miramientos condenó el homicidio y, sobre todo, la insania del ensañamiento.
Todos, políticos de distintas tendencias, instituciones, profesionales e independientes, grandes y chicos pidieron saber quién había sido el cruel asesino y exigieron su captura inmediata.
EL CASO MCLEAN: LA CONFESIÓN DEL CRIMINAL
El lunes 16 de julio de 1951, por la noche, tras redactar sus notas y columnas, los reporteros de El Comercio siguieron en contacto con sus fuentes policiales y así se enteraron –casi a la medianoche- de una posible captura.
Este trascendido se convirtió en un hecho cuando, en su guardia acostumbrada cuando había un caso pendiente, los periodistas vieron movimiento policial en la ruta a La Molina. Las unidades móviles de la prensa pisaron los aceleradores hacia ese “lejano” distrito, y luego siguieron hacia Cieneguilla.
Los reporteros llegaron prácticamente detrás de la Policía. Eran las dos de la madrugada del martes 17 de juliode 1951, y allí vieron cómo un grupo de gendarmes rodeaba a un solo hombre. Era el hombre. El asesino, seguramente, especularon los periodistas.
Entre el grupo de agentes, destacaba el Director General de Investigaciones, Clodomiro Marín del Águila, y el Jefe de la 21ª. Comandancia, el teniente coronel José Urteaga. Ambos muy conocidos entre los reporteros. El área estaba acordonada con agentes de dicha comandancia. Todos tenían la mirada puesta en el extraño sujeto.
Este parecía ser un hombre relativamente joven; de aspecto mestizo, delgado y de 1.70 m. de estatura. Estaba vestido con un terno negro y lucía, en apariencia, tranquilo. El reportero de El Comercio y los otros buscaron datos entre los agentes. Reacios algunos, otros más abiertos, se enteraron así que el sujeto había confesado ser el homicida del diplomático Jorge McLean y Estenós.
La rápida captura fue sorprendente para los propios reporteros de policiales. No era lo usual, pero había que reconocer en este caso las ágiles investigaciones y acciones policiales. En prácticamente 24 horas, el homicida fue ubicado y capturado.
El sujeto era Juan Antonio Perazo Cáceres. No era un desconocido para McLean: Perazo, de 28 años, había trabajado con él como secretario personal. Juntos, inclusive, habían viajado a Portugal cuando el embajador McLean cumplía allí funciones como Ministro Plenipotenciario y Enviado Extraordinario del Perú.
Jorge McLean le había dado la confianza necesaria para que laborara en su despacho y entablara una cercana amistad con él. Apenas fue apresado, contó la Policía, Perazo se declaró culpable del asesinato de su jefe.
EL CASO MCLEAN: DETALLES DE UN HOMICIDIO
Esos cuatro disparos que la Policía detectó en el cuerpo de la víctima provinieron de una pistolaMáuser, calibre 7.65. Perazo le asestó esos tiros. Actuó solo, según dijo a la Policía; pero esta se guardaba el derecho de seguir investigando, ya que dudaba de que el acusado pudiera haber arrastrado ese voluminoso cuerpo 50 metros más allá.
McLean era mucho más alto y pesado que el delgaducho Perazo, y además había signos de una lucha entre ambos, antes de que el asesino disparara a quemarropa al diplomático. McLean luchó por su vida, eso era evidente para la Policía.
En una maniobra desesperada, el asesino había comprado zapatos nuevos para usarlos en el crimen y no dejar pisadas que lo implicaran; sin embargo, estos fueron encontrados a 6 km de la escena del crimen, y ayudaron como evidencia, puesto que la plantilla nueva era exacta a la huella dejada en la escena del crimen. Su plan de confundir a los investigadores no funcionó.
“Luego de matarlo, aun con miedo, me escapé a pie por el lado de la quebrada; la rodeé y conseguí llevar a Lima. En el camino arrojé el arma con el que disparé, no sé en qué parte”, declaró, brevemente, Perazo a El Comercio.
Los agentes se lo llevaron sin poder interrogarlo más en la misma escena. Perazo se mostró como un ser sin culpa, sin remordimientos: estaba seguro de lo que hizo y no se arrepentía. Fue claro para los investigadores que el inculpado estaba nervioso, y muy ansioso por dar su versión de los hechos. Lo esposaron y separaron de los reporteros que ya habían empezado a rodearlo.
Sus declaraciones se publicaron el martes 17 de julio de 1951. Solo con esos datos se podía dar un breve perfil del homicida. No obstante, poco o nada se sabía aun de los móviles reales del crimen. ¿Por qué lo hizo? La Policía se reservó ese punto importante del rompecabezas.
Los gendarmes encargados informaron que ese punto estaba en plena investigación. Lo que sí quedó claro fue que el diplomático se defendió antes de caer bajo las balas asesinas. En la autopsia, se comprobó que tenía las costillas rotas y el puño de la mano derecha marcado fuertemente con la forma de unos dientes: los dientes de Perazo. Fue una lucha feroz con su atacante quien, al mismo tiempo, le disparaba en el tórax.
Juan Antonio Perazo insistió durante el proceso que había actuado solo, sin ayuda. El motivo se fue derivando hacia un asunto personal, íntimo, sentimental, entre ambos protagonistas. Su condena que comenzó en el Panóptico de Lima fue de varias décadas.
La vieja cárcel fundada en 1862 lo albergó como a centenares de reclusos más. No se supo nunca más del sujeto, tras el cierre de la famosa y antigua cárcel de la capital en 1961. Aquellos reclusos fueron repartidos a diferentes centros penitenciarios, pero la mayoría pasó a la isla penal de El Frontón y, algunos, al penal El Sexto, en el Cercado de Lima.
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