
Tres años después, la final del Mundial Qatar 2022 sigue siendo un partido que no terminó. Un fantasma luminoso que vuelve cada diciembre para recordarnos que el fútbol, cuando se atreve, puede rozar la literatura. Argentina y Francia no jugaron un partido: interpretaron una obra maestra. Un drama en tres actos, con una prórroga que fue epílogo y prólogo a la vez, y una tanda de penales que selló el mejor capítulo de Lionel Messi en los Mundiales como si el destino mismo hubiese firmado la planilla de alineación.
Ese 18 de diciembre, en Lusail, los primeros 80 minutos fueron una postal celeste y blanca. Argentina jugaba con la serenidad de quien por fin ha encontrado su respiración. Messi, en su versión terrenal y humana, deslizaba el juego con la precisión de quien conoce el último secreto del fútbol. Di María, emocionado y libre, aparecía como un fantasma que siempre vuelve cuando más se le necesita. El 2-0 parecía un veredicto. Francia no encontraba aire ni ritmo; Mbappé era un jugador aislado, un borrador incompleto. Y entonces, como suele ocurrir en los partidos que no terminan, todo cambió en dos minutos.
Kylian Mbappé irrumpió como una tormenta eléctrica sobre el cielo árabe. Primero de penal, luego con una volea de ciencia ficción, puso el partido en 2-2 y al mundo en pausa. Ese instante —la cara desencajada de Scaloni, el silencio de los argentinos, la incredulidad francesa— parecía escrito por un narrador que disfrutaba empujar al límite las pulsaciones del planeta. El partido, de pronto, era un corazón abierto.

La prórroga añadió otra capa imposible. Messi marcó el 3-2 con un gol de fe, de rebote, de insistencia. Mbappé respondió con otro penal —y completó su hat-trick más célebre— para el 3-3. Para ese momento, Qatar ya era un teatro romano: gente llorando sin entender por qué, otros rezando sin saber a quién, todos atrapados en la sensación de haber visto algo irrepetible. Sí, era solo fútbol. O tal vez no.
La tanda de penales terminó de escribir lo evidente: que Argentina había atravesado la oscuridad de los últimos 36 años para reencontrarse con la luz. Y que Messi, después de perder finales, perder mundiales y escuchar dudas, había ganado el último que podía ganar. Dibu Martínez, en su rol de villano heroico, completó la obra con sus atajadas y su irreverencia.
En el podcast “Jugamos Como Nunca”, Miguel Villegas y Miguel Rocca recrearon ese partido como quien cuenta una leyenda urbana: con precisión de archivo y tono de crónica íntima. Hablaron de la respiración de Messi antes del penal, del silencio previo a cada atajada, de cómo Lusail parecía sostener en sus gradas una emoción que no cabía en ningún estadio del mundo. Tres años después, esa conversación suena como si la final hubiese sido ayer. Porque una final así no se archiva: se revive. Siempre.








