José Antonio Bragayrac

A veces, con mucha suerte, la bulla de las fiestas colindantes custodiaba el sueño templado de Maxloren. En otras, eran las fallidas incursiones policiales que, con el estruendo perturbador de los balazos, arrullaban las noches de un niño en el asentamiento humano Acapulco, un barrio populoso del Callao donde los más chicos aprenden a correr para ponerse a salvo. Ese era el epicentro de la alegría para un pequeño chalaco que lo ignoraba todo, menos la obstinación de sus extremidades por pegarle a cuanto objeto encontrara con alguna similitud a una pelota. De ahí que las piedras y las botellas formaran parte de su primera interacción con el fútbol, con el mundo.