Desde que Ricardo Gareca asumió como entrenador de la selección de Perú, su amigo hermano Oscar Ruggerise negó a viajar a Lima para visitarlo. En realidad, una vez sí lo hizo, pero eligió un atajo, convencido de que ese modo esquivaría el mayor de sus temores: “Si voy a ver un partido de su equipo y pierden, me van a acusar de mufa, de llevarle mala suerte. Y si hay alguien a quien quiero que le vaya siempre bien es a él”, confesó.
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El atajo, entonces, fue la final de la Copa Libertadores 2019, entre River y Flamengo, a la que el Cabezón llegó invitado por la Conmebol, no por el Tigre. “Bueno, al fin viniste. Y ahora yo te voy a invitar a comer pescado como nunca comiste en tu vida, a eso no te podés negar, no me jodas más con las cábalas”, le dijo su anfitrión. Y esa misma noche, cuando el partido ya era historia, Oscar vivió algo que nunca olvidará, que cuenta una y otra vez con la misma emoción: “Llegamos al restaurante, estaba absolutamente lleno. Entré yo adelante y él atrás. Entré como entro yo siempre, como si fuera al área a cabecear un centro, llevándome todo por delante y sin mirar para los costados… De golpe, noto que los que estaban ahí, sentados en las mesas, empiezan a pararse y a aplaudir. Todos. Miro para atrás y ahí estaba él, mi amigo, agradeciendo con la mano, tímido, como si sintiera, no sé, que no se merecía tanto… Me agarró una emoción, un orgullo… ¡Era mi amigo, era mi hermano, reconocido por todos! Cuando no sentamos, lo agarré del hombro, lo apreté fuerte, y le dije: ´Qué lindo esto, Ricardo, qué lindo… Te lo ganaste, amigo, te lo ganaste´. De verdad, yo fui y soy campeón del mundo, y es lo mejor que me pasó en mi carrera, pero eso que vivió él, eso que vive él en Perú, no me pasó nunca. Me hubiese gustado dirigir y que me pase eso, no es lo normal; él se lo ganó”.
Ahí, cuando Ruggeri baja el tono habitualmente alto de su vozarrón para cerrar la anécdota y tal vez para esconder el quiebre en su garganta parece posible encontrar el punto de contacto, de similitud, entre dos hombres que conservan una amistad hermanada de casi cuatro décadas y que en apariencia son absolutamente diferentes: hay una sensibilidad especial, igual y única, que surge tanto del volcán en erupción que es Ruggeri como del lago de aguas calmas que es Gareca.
“Somos de características diferentes, pero en algunas cosas nos parecemos. Somos acuarianos los dos, distintos en la forma de expresarnos: yo trato de esquivar los problemas para solucionarlos; él, en cambio, los encara de frente… Y bancatelá, eh”, dice Ricardo, nacido en febrero de 1958 en Tapiales, partido de La Matanza, una de las zonas más populosas del duro conurbano de la ciudad de Buenos Aires, cuatro años antes que Oscar, nacido en enero de 1962 en Corral de Bustos, provincia de Córdoba, una zona de campos grandes donde la familia se ganaba el pan de cada día gracias al duro trabajo de su papá como camionero.
“Nos conocimos en La Candela, el predio de entrenamiento de Boca. Bueno, nos conocimos, nos conocimos… yo vivía ahí, en la pensión, y el primer año, en el 79, me entrenaba con la sexta; a él, al principio, lo veía de lejos, entrenándose en la reserva con otros animalitos que enseguida llegaron a primera, como Alves, Cacho Córdoba… Después, sí, me subieron a entrenar con ellos y nos empezamos a ver, pero sólo como compañeros. En el ´80 me tocó debutar en primera. A él lo prestaron a Sarmiento de Junín y recién volvió en el ´82. Y ahí empezamos a tener una relación. Creo que Guillermo Cóppola, que los aconsejaba con la plata, fue fundamental; más que un representante, era un amigo de todos ellos. Y me sumaron a mí”, cuenta Oscar, y parece encontrar allí el punto exacto de inflexión en el vínculo: “Un día, Ricardo me dijo de ir a su casa. No se por qué me invitó, la verdad, pero recuerdo que conocí a sus padres, a su familia. Cuatro años de diferencia pueden ser muchos, depende la edad que tengas, pero en aquellos tiempos era normal que los más grandes llevaran a su casa a alguno de los pibes de La Candela, como para que no extrañaran, no sé… Y yo era muy dócil. Él era igual que ahora, muy tranquilo, estaba calmo todo el día. Yo quería arrasar, ir para adelante, y él me hacía parar un poco, me hacía poner los pies sobre la tierra”.
De esos primeros tiempos casi no hay imágenes juntos, pero sí hay muchas de lo que sucedió inmediatamente después. El Boca de entonces no era el Boca de la actualidad, institucional y económicamente hablando, y la transferencia de Ruggeri y Gareca al archi rival River se convirtió en una novela superclásica, de la que aún hoy se sigue hablando: “Cuando empezamos con aquella historia de quedar libres, cuando empezamos a tener problemas serios, nos unimos. Estábamos todo el día juntos, con Cóppola que nos asesoraba. El 9 de Boca y un pibe de 22 años, los dos titulares, los dos ya jugadores de la selección, sí, pero eran otros tiempos: arriesgábamos mucho. Pero se dio algo más importante, la unión de las familias. En una de las primeras pretemporadas, Ricardo llevó a Gladys, su mujer, y a la mamá a Mar del Plata. Y como Nancy, mi novia, quería ir, se unió a ellas. Ahí se conocieron y la misma unión que tuvimos Ricardo y yo, la tuvieron Gladys y Nancy, que hoy son como hermanas. Hasta deben tener más vínculo que nosotros, por el tema de los chicos y porque se juntaban cuando nosotros estábamos de viaje…”.
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Y un viaje, de ida, es esta relación que desde entonces no sólo no se rompió nunca, sino que se fue fortaleciendo cada vez más, aunque la vida los llevara a diferentes equipos y lugares del mundo. “Nunca me enojé con Oscar, nunca. En la cancha puede ser, pero en la vida no”, afirma Ricardo. “Pero, ¿sabés las veces que me dijo ´¡No digas que sos mi amigo, no digas que sos mi amigo!´en las bataholas que teníamos?”, se ríe Oscar. Y para de reírse cuando recuerda la primera vez que dejaron de jugar con la misma camiseta: “Ricardo estuvo sólo tres meses en River y se fue; estuvo muy poquito. A él lo afectó más la salida de Boca, no sé si estaba convencido de irse. Era el 9, titular, querido, no era sencillo. El había nacido ahí. A él le costó, a mí no…”.
Como rivales se encontraron enseguida. River contra América de Cali, final de la Copa Libertadores. Hablaron el día anterior al partido, por teléfono. Gareca le pidió a Ruggeri que, por favor, no se acercara a saludarlo en la cancha, para evitar suspicacias de los hinchas. ¿Qué fue lo primero que hizo Ruggeri? Sí, fue a buscarlo. Ricardo se alejaba, Oscar lo corría, Ricardo le decía “Salí de acá, hijo de puta”, Oscar se reía. Y a la hora de jugar, no se perdonaron nada. “En el Monumental fue bravo, nos dimos con todo. Hubo un tumulto, nos empujamos todos y terminamos haciéndolo echar a Ricardo. ´Te voy a ir a buscar a tu casa, hijo de puta´, me decía. Y yo me reía”.
Como compañeros, claro, compartieron la selección. Y juntos fueron a preguntarle a Bilardo qué iba a pasar con ellos, después de la agónica clasificación lograda justamente con un gol de Gareca y antes del Mundial de México. A Oscar casi le garantizó que iba a estar. A Ricardo, no. “Le dijo que no lo veía en ese momento, que necesitaba otra cosa. Cuando finalmente dio la lista y el Tigre quedó afuera, lloró como un chico. Lloró como hubiera llorado yo, por eso en aquellos días me quedé con él, en su casa. Estaba feliz por mí, pero destrozado por él”.
Como compañeros, otra vez, se reencontraron después de recorrer los dos un larguísimo camino. De hecho, Oscar estaba en Real Madrid, aunque el técnico Toshack no quería saber nada con él. ¿Quién fue al rescate? Gareca, claro. “No sabés el equipo que estamos armando acá, venite”, le dijo. “Acá” era Vélez, club del que Ricardo era hincha. Jugaron un año juntos, pero además fundaron una escuelita, a la que iba a dar clases en persona. Parecidos, no les bastaba con poner sólo el nombre. Después, volvieron a bifurcar el camino, cada uno por su lado. “Él se retiró en el 94, campeón con Independiente, y yo me retiré en el 97, después de jugar en el América de México, en San Lorenzo y en Lanús. Nunca pensamos en trabajar juntos, nunca. Yo no quería ser entrenador, la verdad. No sentía lo que sentía él, que hablaba todo el día de fútbol, de táctica… Por algo él hizo la carrera de entrenador que hizo y yo la que hice. Una sola vez, sí, lo intentamos. Fue idea mía. Mala idea. Ricardo ya había dirigido en un montón de equipos (San Martin de Tucumán, Talleres, Independiente, Colón, Argentinos, Quilmes) y yo había estado en un par también (Chivas, Tecos, Independiente, San Lorenzo) cuando me llamaron de Elche, en la segunda de España. Estoy hablando de 2003, por ahí. Le dije de ir, que no había mucha guita, pero que probáramos juntos. Y Ricardo se enganchó. Él fue solo; yo, con la familia. Nada de DT y ayudante, como cuentan ahora; éramos los dos entrenadores… Fue una mala experiencia, duramos poco. No por nosotros, todo era un desastre. En seis meses nos volvimos y listo. Nunca más”.
Nunca más dirigir juntos, claro, porque vínculo nunca se cortó. “A ustedes les parece que somos distintos, pero somos muy parecidos. En lo privado, soy muy tranquilo, bastante callado, no soy de volverme loco. Y él es igual. Por ahí nos ponemos a ver un partido y no hablamos durante media hora. Pero cuando nos enojamos con alguien, ¡nos enojamos! Si yo me enojo con vos porque me hiciste algo, te bajo la persiana y no te hablo más. Y él es igual. Entre nosotros nunca tuvimos una pelea. Por ahí pasa un tiempo sin que hablemos, pero después nos llamamos y parece como si lo hiciéramos todos los días. Pero jamás estuvimos cuatro o cinco meses sin hablarnos por una discusión… Por eso yo digo, medio en joda y medio en serio, que entre nuestros hijos no pasó nada sentimental: son como primos, yo no quería relaciones porque después empezaban los quilombos, jaaaaaaaaa”, vuelve a reírse Oscar. Y enseguida vuelve a ponerse serio: “Hay algo que para mí es lo más importante que tengo con él y él tiene conmigo: cada vez que pasa algo, nosotros estamos ahí. Él en mi casa y yo en la suya. Pero estamos”.
Estar, lo que se dice estar en esos términos, ha estado Oscar con Ricardo desde que se hizo cargo de la selección de Perú. Un hincha más, de corazón. “Después de Argentina, soy hincha de Perú. Lo único que me importa es que gane el Perú de mi amigo Gareca”, dice ahora y ha dicho siempre. Y Ricardo revela algunas charlas desopilantes, en la previa de los partidos: “Me pregunta con quién jugamos. Con Brasil, le digo. ´Andá al frente, no te cagués, salile con tres delanteros´, me ordena. Ahora que llegamos al repechaje me dijo que vaya pensando en el Mundial. Pero tengo el repechaje antes, le contesté. ´Matate, entonces. Si no llegás al Mundial, mejor que te mates´. A veces pierde la perspectiva, pero, bueno, así ha sido siempre, muy directo”.
Tan directo, Ruggeri, que no tiene pruritos en confesar que, cuando terminó el Mundial de Rusia y a Argentina le urgía una refundación lo llamó al presidente de la AFA y le dijo: “El indicado es Gareca, llámalo”. Y a Gareca: “No firmés la renovación con Perú, tenés que agarrar la selección argentina”. Lo tuvo así un tiempo, casi aislado. De la AFA nunca lo llamaron y Oscar le dijo: “Ricardo, volvé a Perú, que ahí te quieren y te valoran de verdad”. De alguna manera, ese amor y esa valoración fue lo que percibió aquella noche en la que entró al restaurant de Lima y se emocionó hasta el alma con el reconocimiento para su amigo. “Yo que ponga a Perú en el Mundial, que dirija en Qatar y basta. Yo no quiero que siga dirigiendo, a nadie. Que se venga para acá y nos vamos a pasear. Las dos familias, todos juntos. Hasta acá llegamos”, dice Ruggeri, el gran hermano de Gareca.
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