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Pasó 40 años condenado a pena de muerte y esperando su ejecución. Hoy vive libre para contarlo
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En agosto de 1976, César Fierro tenía 22 años, una hija recién nacida, y trabajaba cosechando hortalizas en Ciudad Juárez, bien al norte de México. Hasta que un día unos oficiales lo arrestaron sin razón aparente: lo acusaban por el asesinato de un taxista al otro lado de la frontera, en El Paso, Texas. Ni la policía mexicana ni la estadounidense lo discriminaron: ambas lo maltrataron por igual, sin distinción. En un momento, le pusieron sobre la mesa una confesión por escrito y lo golpearon en los testículos, forzándolo a que la firmara. Él se negó. Luego detuvieron a su madre y la amenazaron con choques eléctricos. “Allí ya no había nada que pensar”, dice Fierro. Puso su rúbrica reconociendo un crimen que no había cometido. Pocos meses después, en febrero de 1980, lo sentenciaron a la pena capital.
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César nunca imaginaría que pasaría 40 años en el corredor de la muerte. Ningún mexicano ha esperado tanto tiempo su ejecución. En catorce ocasiones le pusieron fecha y hora a la sentencia de muerte, y esos fueron los momentos más difíciles que atravesó; pero cada una de esas catorce veces el proceso se dilató. La mitad de su reclusión en la Prisión Estatal de Pulaski, en Georgia, la pasó aislado. Es decir, 20 años solo en contacto con los guardias de seguridad, que nunca fueron precisamente amistosos. “Por alguna razón, me echaban gas pimienta cada vez que se les ocurría, o me aplicaban la estrangulación. Imagino que para pasar el rato. Debían de estar muy aburridos. Lo que se imagina usted que me puedan haber hecho, me lo hicieron”, cuenta.

Y sin embargo, César Fierro resistió. “Para mí fue simple –relata ahora con expresión sorprendentemente serena–. Yo no peleaba con los guardias, no los ofendía, los ignoraba. A veces se enojaban más, pero yo me ponía a hacer ejercicios o cantaba para consolarme. Dormía lo que me dejaban, comía cuando me daban”. En sus ratos de soledad en una celda de 3 por 2 metros, contaba hormigas, intentaba atrapar moscas, fastidiaba a las arañas. Las convirtió en sus improbables mascotas.
Fierro no es religioso. Nunca lo fue. “No iba a agarrar una biblia para tratar de cubrirme”, señala. Su resistencia proviene solo de una imbatible fuerza de voluntad, acaso sostenida en la desafiada pero absoluta convicción de saberse inocente. En los 40 años que pasó esperando que lo mataran, nunca se pudo encontrar evidencia concluyente de su culpabilidad. Gracias a la asesoría de un grupo de abogados, y contra todo pronóstico, César fue puesto en libertad el 14 de mayo del 2020. El mundo –su mundo– otra vez volvería a cambiar para siempre.
EL EXTRAÑO AFUERA
Fierro no salió de prisión como uno esperaría que salga una persona injustamente encarcelada por décadas. Lo hizo en calidad de deportado. “Me aventaron, como quien dice, como basura; allá por el río Bravo, en Tamaulipas. No sabía qué hacer, no sabía dónde estaba ni adónde iba a ir”, revela. Para colmo de males, César pasó de un encierro a otro: el mundo libre con el que se reencontraba estaba paralizado por la pandemia del Covid-19, así que llegó hasta la Ciudad de México y debió someterse al confinamiento.
Él, sin embargo, lo tomó como una saludable transición. “La cuarentena me ayudó a aventurarme de a poco hacia afuera. Había menos gente, menos todo. Me fue más fácil el proceso”, reconoce hoy, a los 68 años de edad, este hombre que por momentos todavía piensa que le sentaría mejor volver a la cárcel. Las multitudes le provocan ansiedad, ver policías en la calle le inquieta el espíritu. “Aún no me adapto completamente, y pienso que nunca lo voy a lograr. No creo que vuelva a ser normal”, confiesa.

En sus cuarenta años de encierro, el mundo cambió. Se disolvió la Unión Soviética, se propagó Internet, cayeron las Torres Gemelas, la crisis climática se agudizó. Pero lo que más se alteró en la vida de César Fierro es que perdió a casi toda su familia. Solo le quedan su hija, dos nietos y cuatro bisnietos a los que apenas conoce. “Sí tengo contacto con ellos, pero mi hija es un poco especial”, dice sin ahondar en el tema.
Quien lo esperó con más ahínco fue su hermano Sergio, pero no resistió. Murió apenas dos años antes de que César recuperara su libertad. “Eso me pegó más duro que los guardias”, afirma. De hecho, le costó encontrar a Sergio, quien falleció en la calle, sin documentos de identidad, y fue enterrado como un desconocido. “Felizmente dimos con él. Cuando tuve la oportunidad de visitarlo, le puse una tumba decente, unas flores, y le dije que tarde o temprano nos volveríamos a ver”.
Pese a todo lo sufrido, César Fierro dice no sentir ningún rencor. “Lo que pasó, pasó. Debo dejarlo atrás y seguir celebrando lo que me resta de vida”, dice. Actualmente hace tai chi, meditación, va a clases de inglés, y tiene un trabajo archivando documentos dos veces por semana. ¿Cómo cree que hubiera sido su vida si nada de esto hubiese pasado? “Imagino que habría sido una vida de trabajar, ir de vez en cuando al parque –responde, otra vez, con pasmosa tranquilidad–. Todo hubiera sido cosa de seguir una vida ordinaria”.
• César Fierro es el protagonista de los documentales “Los años de Fierro” (2013) y “La libertad de Fierro” (2024), ambos dirigidos por Santiago Esteinou. “La libertad de Fierro” se presentó en el Festival de Cine de Lima, y motivó la visita de César al Perú.
• “Ahora ando viajando –dice con una tímida sonrisa–. Estuve en Francia, Suiza, Bélgica. Me piden autógrafos, abrazos, me dan palabras de aliento. La verdad me ha ido muy bien. Ya parece que soy artista”.












