"Déjenme vivir a mi antojo, dice el sabio chino, y yo haré de mi vida un modelo insuperable”. Tal es, en la práctica, lo que trato de hacer. Pero francamente yo no sé vivir, no poseo el ingenio necesario para ello. Yo sé existir. [...] Encuentro innecesario vivir en los extremos, a la manera de los grandes románticos o de los epicúreos o de los santos castellanos. No me siento destinado a cosas supremas ni tampoco a la vulgaridad de la vida multitudinaria: me basta con considerar sagrado cada acto de mi vida y hacer de mi existencia un homenaje a la creación. Confieso que no son Miguel Ángel, Leonardo o Beethoven quienes más me conmueven sino los anónimos primitivos sieneses y florentinos, los escultores negros del Gabón, los bailarines indonesios y del Cambodge, los poemas árabes y algunos chinos del siglo V, algunos pasajes de la Biblia y del Corán. Todo ello me sirve a manera de una criba delicadísima y perfecta: más me tamiza la vida, más preciosa encuentro la existencia. He aquí el verdadero sentido de tales preferencias.
Admito también, y en este caso siento la compañía de Peggy Guggenheim, mi debilidad por el champagne y el caviar, por los seres hermosos y los bellos objetos, por los trajes bien cortados y de materiales finos, pero es en la medida en que ellos me faltan que yo puedo afrontar mi existencia, hecha únicamente de cosas indispensables, matemáticas, soberanas. Es el placer de vivir que se opone al sagrado misterio de la existencia; es superando los refinamientos de la vida que se afronta la sustancia de la vida.
Yo no me opongo, por ejemplo, a vivir en Venecia, de frente a la torre de San Marcos, en un alquitarado palacio medieval, o en una villa ultramoderna de la Riviera italiana, pero tampoco me opongo a vivir modestamente en una pieza de hotel del Barrio Latino, en París. Más aún, no me opongo a la más avanzada pobreza, siempre que ella me permita existir. Es el momento entonces de emplear a fondo mi sabiduría de la existencia: el problema es existir, poder existir, saber existir. Saber existir es, por ejemplo, encontrar siempre nuevo y maravilloso el sol de cada mañana, y sí, por casualidad, el tiempo estuviera nublado, solazarse con la frescura del cielo y la esperanza de ver brillar el sol a cada momento. Y si el tiempo fuera decididamente frío, ¿qué placer supera a las delicias de una buena taza de café hirviente y a una casaca de cuero forrada con piel de carnero que permiten los más libres movimientos del cuerpo y del espíritu? Lanzarse por las calles lluviosas en estas condiciones, con el cuerpo cubierto y la cabeza despejada, fumarse un cigarrillo o trabajar febrilmente son entonces cosas por las cuales vale la pena existir, cosas por las cuales no existe ninguna cotización posible...
Un amigo mío me decía hace poco, acabado de llegar de Lima:
—Tú sí que sabes vivir; te quedas en Europa todo el tiempo que te da la gana, viajas de una ciudad a otra cuando te parece, haces lo que quieres, y todo esto sin dinero. Debes ser vivísimo; yo no podría hacerlo.
Las palabras de este buen amigo me hacen recordar a ciertas personas de corazón duro e inexperto, que nunca han amado y se escandalizan ante las locuras y los disparates de un enamorado que se aferra ciegamente al objeto de su pasión. Mi amor a Roma es, en este caso, maestro de mi existencia actual. Por otra parte, yo no viajo de un sitio a otro cuando quiero ni hago lo que me parece, como cree él. En una palabra, me debo privar de todo cuanto no sirva a alimentar mi amor por esta ciudad: vivo con la máxima sobriedad y en una continua tensión que no hace sino valorizar, cada vez más profundamente, los verdaderos alcances de mi pasión.
Desdeño todo cuanto me pueda ser inútil a la completa posesión del objeto amado —digo desdeño olvidando razones económicas externas, puesto que soy yo mismo quien ha elegido vivir como vivo— con el mismísimo y divino desorden con que un amante olvida los elementales valores y los sentimientos humanos más genéricos, tierra, familia, necesidad natural de una posición en la vida. Y aquí precisamente se me cruzan las palabras de otro buen amigo mío, portador de un sincero, casi patriótico y ya manido discurso:
—Pero entonces tú no piensas regresar al Perú, no te interesan los problemas de tu tierra. Eres un desarraigado.
¿Desde cuándo, por ejemplo, el amor de un joven por una muchacha ha sido una razón para repudiar a sus padres, a su tierra? ¿No comprende este buen y simple amigo mío que mi amor por Roma o por Europa es bien diverso del amor que me inspiran mi patria, mi pueblo, mi hogar, que no son otra cosa que la propia sangre que corre por mis venas? No comparto la conducta de ciertos nuevos ricos burgueses que apenas se sienten seguros —gracias a su floreciente caja fuerte— empiezan a lanzar a los cuatro vientos el nombre de familia, hasta entonces en el anonimato.
Yo, el nombre del Perú me lo tengo callado como callo, con sincera humildad, todo cuanto pudiera haber de noble y positivo en mí: tan solo con mis actos, con mi vida, con mi trabajo y, en la medida de mis posibilidades, con lo que soy capaz de producir, trato de mostrarme como un hombre diverso cuya originalidad radica, precisamente, en el hecho de ser peruano, de apoyarme en un fulgurante y trágico pasado, de llevar en mí un misterioso destino, tal vez común al destino de todo un mundo por nacer.
Por cierto habrá quienes pensarán que todo eso no sirve de nada al país, que lo que se necesita allí son hechos reales, en una palabra, la presencia del hombre, con su trabajo, aplicado al mejoramiento de un pueblo que atraviesa una juventud republicana borrascosa, entre sarampiones más o menos malignos y crisis morales alarmantes. En este caso confieso aún mi incompetencia para tratar al paciente. No me siento todavía con la madurez necesaria para afrontar una tal responsabilidad, ni aún compartida con otros tantos jóvenes entusiastas cuyo insistente trabajo de diagnosis admiro sinceramente. Demasiado hemos visto ya los resultados de la excesiva juventud en labores tan delicadas como las de interpretar, administrar y gobernar un organismo tan complejo y con tantos males atávicos como el del Perú. ¡No repitamos los pecados de juventud solo porque se nos ha dicho que son perdonables! No olvidemos que, precisamente, lo que más falta en nuestros jóvenes países es madurez.
De este modo, casi sin proponérmelo, he establecido un orden en mi existencia, dentro del cual no hay lugar para lo que se llama buena vida ni tampoco para lo que, en los cuarteles atiborrados de reclutas, se llama deber obediencia, espíritu de sacrificio. No visto de frac, ni de soldado, ni de sacerdote. Y si hay una cosa en la tierra que ofende de verdad a las personas tímidas o víctimas de una educación medieval, ella es sin lugar a dudas la desnudez.
“Identificarse al universo mismo: todo lo que es menor que el universo está sometido al sufrimiento (siendo parcial y por lo tanto expuesto a fuerzas exteriores)” escribe Simone Well, una extraordinaria mujer que hace unos años atravesó el pensamiento francés como un meteoro. Tal es la única tentativa que encuentro legítima en mi caso: una aparente rebelión que no es sino la búsqueda de un orden más concretamente humano, o mejor aún, la aceptación de una existencia humana desenmascarada y sujeta tan solo a los vaivenes de su más íntima sustancia. Nada impide que del experimento personal surjan mil deducciones prácticas y hasta de posible realidad social. Creo que mucho más, con Camus en el influjo directo y profundo de una actitud de una conducta, de un modo de vida, que en el encanto persuasivo de una idea por naturaleza general y abstracto. El placer de vivir excluye todo contacto con la existencia real colocándose sistemáticamente fuera de su órbita. Es el reino de la irrespnsabilidad individual y social, de los sistemas filosóficos gratuitos, del arte por el arte. Todo ello ha sido felizmente barrido por las controversias históricas de los últimos años y de tales vagabundajes del espíritu no quedan sino dos o tres oscuros abanderados diseminados en el mundo entero. No niego, sin embargo, que, así como existen la buena literatura de evasión contemporáneamente con las seudonovelas folletones de rantas-ciencia, existen también las personas como el Marqués de Cuevas o la misma Peggy Guggenheim cuya vida exquisita se refleja necesariamente en un selectísimo grupo de individuos colocados fuera de las exigencias sustanciales de la historia: su misión será tal vez – seamos tolerantes - la de asegurar en el provenir las más refinadas conquistas del gusto occidental, incluidos el arte, la moda y la mesa, en sus más sutiles y rápidas transformaciones. Pero, en realidad, nada de ello me incumbe. A la retórica de la vida opongo la desnudez de la existencia, hecha de cosas esenciales, de cosas humildes cuya veracidad y cuya inevitable presencia constituyen su más profundo y duradero esplendor. Porque saber existir es, sobre todo, formar parte de la creación, ser digno de la creación, articulándose para ello en el cuadro glorioso de sus más altas exigencias humanas y divinas.