En una noche oscura, con ansias, en amores inflamada, una virgen preciosa apoya las rodillas desnudas en el suelo pedregoso de su pequeña ermita, levanta con ambas manos una pesada cadena de hierro, y la descarga con devoción sobre su espalda infinitamente castigada. Una vez, dos veces, tres veces. Hasta completar los cinco mil azotes que días antes se había autoimpuesto.
Porque Cristo murió por nosotros, porque sufrió lo indecible antes de ser clavado en la cruz, porque los pecados se limpian con sangre y llantos callados. Porque solo así podrá ser digna de su divino amado.
Al amanecer, la joven rendida pero satisfecha, por fin descansa en una cama construida con troncos ásperos y nudosos. Y a sus pies, las gotas de sangre y los pedazos de piel desgarrada se van secado en los eslabones de la cadena redentora.
Aquella imagen de una Rosa sufriente que con extrema severidad es lacerada por sus propias espinas es la que, a lo largo de los cuatro siglos que nos separan de su muerte, se ha consolidado en el imaginario popular. Sin embargo, debajo de aquel espectro desfigurado por el paso del tiempo se encuentra el personaje histórico, la mujer real cuya vida no se reduce únicamente a un frenético tormento del cuerpo.
***
Isabel Flores de Oliva (Lima, 1586 - 1617), patrona de Lima, del Nuevo Mundo y las Filipinas, y la primera americana en ser canonizada por la Iglesia católica —en 1671, por el papa Clemente X—, es sin lugar a dudas la peruana más célebre de todos los tiempos. Y, a pesar de ello, es también una de las más incomprendidas.
Debido a su a su riguroso ascetismo, a sus visiones divinas, a sus experiencias extáticas, pero principalmente a la ferocidad y excesivo rigor con que —cuentan sus biógrafos, especialmente Leonard Hansen, autor de la primera de las más de 400 hagiografías que se han escrito sobre ella— castigaba su cuerpo, muchas personas e incluso no pocos estudiosos han querido ver en sus particulares prácticas religiosas los síntomas de una serie de trastornos mentales que podrían en entredicho su santidad.
Anorexia nerviosa, esquizofrenia, trastorno limítrofe de la personalidad, e incluso una profunda neurosis causada por un hipotético abuso psicológico, físico o sexual, son algunas de las teorías que desde hace varios años se vienen barajando para explicar la conducta de la virgen. Sin embargo, como otros tantos reconocidos especialistas aseguran, aquellas afirmaciones no serían más que lecturas superficiales y simplistas, puesto que obvian completamente el contexto histórico y social en el que santa Rosa vivió y del cual es producto.
Como nos recuerda el psiquiatra y psicoanalista Moisés Lemlij, “en la religión católica hay una gran tradición de mortificación corporal como una forma de identificación con el sufrimiento de Cristo y como una manera de alcanzar la unión mística con Dios, que era practicado no solo por los religiosos, sino también por el pueblo. De modo que santa Rosa no fue una loca que se flagelaba porque sí ni se inventó que para lograr la fusión con su objeto idealizado tenía que azotarse. Esto ya venía de mucho antes”.
Asimismo, Carlos Cardó, sacerdote jesuita con estudios en psicología, nos dice que “es muy probable que los biógrafos hayan amplificado el aspecto penitencial de la santidad de Rosa. Resulta contradictorio compaginar en una misma persona rasgos tan neuróticos como los que nos sugieren penitencias tan crueles, y otros que hacen de ella no solo una joven normal para su contexto, sino admirable por su amor a la música y la poesía, su generosidad y entrega a los demás —en particular a los niños, pobres y enfermos—, su hondo sentido de responsabilidad, su sabiduría —muchos, incluso algunos sacerdotes, la tenían por consejera— y su amor a su ciudad”.
Pero ¿por qué algunos biógrafos de santa Rosa habrían de falsear o exagerar sus ejercicios espirituales? Como explica el antropólogo e historiador Ramón Mujica en su artículo “Santa Rosa de Lima y la política de la santidad americana”, debemos tomar en cuenta que “estrictamente hablando, las hagiografías o vidas de los santos no son biografías históricas. Su finalidad, aparte de fomentar o resumir los procesos jurídicos de beatificación y canonización, era deleitar e instruir […] a los fieles de la Iglesia con las virtudes admirables de quienes, con la ayuda del Espíritu Santo, practicaron el camino de perfección predicado por Cristo y sus apóstoles”.
Entonces, observando este aspecto de la conducta de santa Rosa en su real dimensión, la hipótesis de su locura se nos revela muy poco probable. “Alguna sintomatología se podría sospechar, pero no se debería formular un diagnóstico concluyente. Sería muy riesgoso e irresponsable diagnosticar a una persona sin haber tenido contacto directo con ella y, además, carecería de objetividad científica”, coinciden Cardó y Lemlij.
Y finalmente, suponiendo que santa Rosa hubiese sufrido, efectivamente, de algún trastorno mental, aquello no la haría menos “santa”, porque no fue canonizada únicamente por practicar este tipo de piedad cristiana, sino por una serie de razones políticas —como la necesidad de legitimar, ante el mundo occidental, la competencia espiritual de la población americana—, que Mujica desarrolla profundamente en su libro Rosa limensis—. Pero, principalmente, debido a las excepcionales virtudes que poseía, las cuales no deberíamos perder de vista si queremos obtener una imagen completa de la santa: como una persona real y no una estampa caricaturesca y anacrónica.