Al periodismo aún le cuesta reponerse de la crisis de credibilidad que lo mantiene hace varios años en el borde de la cornisa.
La dictadura del clic y su actitud cobarde frente a las corrientes de opinión en las redes sociales contribuyeron a mellar su prestigio. El reporterismo y el rigor pasaron a ser meras piezas de museo y las redacciones se convirtieron en cadenas de montaje afinadas para producir las más disparatadas banalidades.
Nadie sabe a ciencia cierta qué pasará cuando consigamos dominar el COVID-19. Es posible que la ‘normalidad’ que conocíamos no la recuperemos jamás. Quizás esta crisis sea también la razón para que los gobiernos de países como el nuestro pongan, de una vez por todas, énfasis en políticas de salubridad y acabemos con otras pandemias más conocidas, como la de las familias sin agua ni desagüe, y la de los hospitales sin equipamiento y desbordados de pacientes.
Lo que no debe cambiar, ni ahora ni después, es el compromiso del periodismo con la verdad. Crisis de esta dimensión son las que ponen a prueba el valor de las redacciones y cuál es el calibre de sus intenciones en la lucha por volver a ser creíbles.
El apoyo brindado a las medidas del Gobierno para enfrentar el coronavirus no significa un cheque en blanco. La prensa debe mantenerse vigilante y denunciar el mal uso del poder allí donde lo hubiere, más aun en esta situación de máxima emergencia.
Esa actitud, sin embargo, no debe confundirse con la de los que creen que periodismo es el ataque artero y la búsqueda de la sinrazón con el fin de conseguir réditos, vaya usted a saber de qué tipo. Eso, en todo caso, tiene otro nombre. Pero periodismo no es.