Con entradas que cuestan cinco dólares, una ceremonia que dura quince minutos y sin una sola cámara de televisión que lo transmita, la primera entrega de los Oscar (1929) nos puede parecer ahora un blooper en sí mismo. Pero tal vez la ausencia de registro audiovisual haya obrado en favor de esos pobres actores que subieron al escenario para recibir su estatuilla y terminaron con los crespos hechos. Le pasó en 1934 a Frank Capra cuando el presentador Will Rogers, estatuilla en mano, dijo: “Ven a buscarlo, Frank”. Se refería a Frank Lloyd. “"Fue la caminata más larga y triste de mi vida", declaró después un Capra desilusionado describiendo cómo regresó a su asiento.
Un año después, más bien, la falta de registro obró en contra de Alice Brady, Oscar a mejor actriz de reparto por “En el viejo Chicago”. Enferma, no pudo asistir a la ceremonia pero un desconocido se presentó y muy orondo recibió el premio en su nombre. La actriz no había enviado a nadie. Ambos, suplantador y estatuilla, siguen desaparecidos. A quien le hubiese gustado desaparecer en 1947 es a Rosalind Russell, nominada dos veces y completamente segura de que esa era su noche, se puso de pie antes de que se anunciara a la ganadora… Loretta Young. Y también a John Addison en la ceremonia de 1964 cuando el presentador Sammy Davis Jr. dijo equívocamente su nombre, pero el premio era para André Previn.
Ya en tiempos televisados (1974), David Niven estaba haciendo los prolegómenos para presentar a Elizabeth Taylor cuando apareció un sujeto completamente desnudo corriendo por el escenario. Y antes de que lo atrapen, hizo el símbolo de paz con las manos. “Es fascinante pensar que probablemente la única carcajada que ese hombre ha arrancado en su vida ha sido mostrando sus pequeñeces”, dijo Niven. Luego se supo que el hombre era un tal Robert Opel, activista gay, artista conceptual y fuente de inspiración para la variopinta galería de ‘streakers’ que actualmente invaden los campos deportivos.
Errare humanum est
En la ceremonia de 1995, David Letterman echó por la borda su prestigiosa vena histriónica haciendo un gag con los nombres Oprah [Winfrey] y Uma [Thurman] en fallida alusión a un sketch de Anne Bancroft de los 70. Oprah se ofendió durante 16 años. En esa misma ceremonia, imperdonable sería la interjección que lanzó Samuel L. Jackson —nominado por “Tiempos Violentos”— cuando, en lugar de su nombre, Anna Paquin leyó el de Martin Landau —por “Ed Wood”—. Dijo “shit!”. No dijo lo mismo pero sonó parecido el “I’m the king of the world” con el que James Cameron celebró una de las 11 estatuillas de Titanic (1998).
La modestia, más bien, no naufragó cuando Sophia Loren gritó “¡Roberto!” y el comediante Benini se trepó a su butaca y en medio de aplausos fue saltando entre los respaldos hasta ganar las escaleras y dando saltitos llegó al escenario para fundirse en un abrazo con la gran diva italiana (1999). Otro grito, “¡Vamos!”, rebotaría en las cuatro paredes cuando Tarantino y Almodóvar anunciaron a “El secreto de sus ojos” como la mejor película extranjera (2010). Era la voz de Guillermo Francella, el mismo de “¡pero si es una nena!”. Tres años después, Jennifer Lawrence, de 23 años, se enredó en su tenida Dior y rodó por las escaleras. Al año siguiente se volvería a tropezar en la alfombra roja.
Entonces Ellen DeGeneres bromearía con ella: “Si ganas un Oscar te lo llevamos a tu asiento”. Y ya como animadora en la ceremonia del 2014, en un momento de la noche preguntó si la audiencia tenía hambre. Como varias estrellas dijeron que sí, encargó un delivery que llegó puntual. Al final, DeGeneres recolectó dinero entre los comensales para pagar la pizza y darle propina al repartidor. Pero el error más increíble de la historia ocurriría el 2017 cuando un imperdonable cambio de sobres indujo a Warren Beatty y Faye Dunaway a anunciar como mejor película a “La La Land” en lugar de “Moonlight”. Ese día la vergüenza se hizo global.
Incendiando la pradera
Y aunque los ‘bloopers’ sean excelentes sazonadores para el showbiz, será preciso recordar que los Oscar son también una desafiante plataforma política, como hemos visto en los últimos llamados a una representación menos blanca o el surgimiento del movimiento #MeToo. En verdad, la noche estelar del cine nunca ha sido más eléctrica que cuando Jane Fonda usó su discurso (1972) para protestar contra Vietnam. “Hay asesinatos cometidos en nuestro nombre en Indochina”, dijo. O cuando Marlon Brando rechazó su presea a mejor actor por “El Padrino” (1973) enviando a una chica apache a causa del maltrato a los indios estadounidenses en la industria del cine y la televisión.
En 1978, Vanessa Redgrave, abogando por la Organización de Liberación Palestina de Yasser Arafat, acalló los murmullos llamándolos “un pequeño grupo de matones sionistas, un insulto a la estatura de los judíos en todo el mundo y a su gran y heroico historial de lucha contra el fascismo y la opresión”. Tuvo que salir escoltada. La frialdad con la que Elia Kazan —en la lista negra de Hollywood durante la Guerra Fría acusado de comunista— recibió su Oscar Honorífico en 1990 contrastó con un incendiario Michael Moore que el 2003, en plena guerra de Irak, dijo: “Vivimos en la época en que tenemos resultados electorales ficticios que eligen a un presidente ficticio que nos envía a la guerra por razones ficticias. ¡Estamos en contra de esta guerra, señor Bush! ¡Qué vergüenza, señor Bush! ¡Qué vergüenza!” Electricidad pura.