Podríamos decir que Jerónimo Pimentel ha dejado de ser un “poeta joven”. Tal vez, un autor empieza a alcanzar la madurez cuando se dedica a sondear la muerte en el poema. Y aunque en ninguna de las páginas de su libro “A menor” (Álbum del Universo Bakterial) la palabra “muerte” aparezca impresa, su vacío, su vértigo, están absolutamente presentes. El poeta, narrador y editor no se anima a precisar si su más reciente poemario resulta especialmente adulto dentro de su producción, ciertamente lo que buscó en su escritura fue alcanzar un tono de voz que no tuviera los cambios de expansión y retracción abruptos que marcara su poesía anterior. Aquí, la tensión proviene de otro lado: la soledad, la finitud, la reflexión de la adultez como definía el escritor Jonathan Franzen: “ser adulto consiste en aprender a estar solo”. “Cuando te encuentras en el lado incorrecto de los cuarentas, las preocupaciones, el imaginario que uno tiene, está construido ya no solo por hallazgos sino también por pérdidas”, comenta Pimentel.
Pasamos el umbral en que la vida ya no solo te da cosas sino que empieza a quitártelas...
Sí. Empiezas a entender que aquellas cosas que pensabas que eran para siempre, no lo son. Hay una muerte de la ingenuidad. Pero yo no quería que esa muerte de la ingenuidad sea una pérdida de la ternura. Una de las emociones que me parecen más perdidas en la vida adulta contemporánea es la ternura. Y a la ternura hay que halagarla, comprenderla, cultivarla. No hay que confundirla con ingenuidad. La negación de la ternura es el cinismo, probablemente. Haríamos bien en tratar de redescubrirnos en la ternura. Algo que formaba parte de las enseñanzas de los poetas de la generación del 50 que más disfruto, como Juan Gonzalo Rose o Jorge Eduardo Eielson. En sus obras, la ternura ocupa un lugar de privilegio. No tiene el lloriqueo del melodrama, ni la torpeza de la ingenuidad. Es un sentimiento muy puro.
El título “A menor”, nos remite a la idea de música, pero también a cierta dimensión geométrica.
Básicamente tiene tres planos. El primero es el musical. El A menor, en la notación musical, es el “La” menor. Cuando uno aprende a tocar un instrumento, una de las primeras cosas que descubre es la escala pentatónica del La menor. Es la clase básica. A mí, esa idea de poder hacer música con elementos rudimentarios y escasos, empezar a escribir como si fuera por primera vez, me sedujo mucho. Ese ha sido el espíritu con el que armé este poemario de versos cortos, de cadencia, de ritmo, construido con los materiales de una escala simple. Lo segundo es que toda escala tiene una estructura simétrica o geométrica. Hay una geometría musical que, además, el editor Arturo Higa, ha podido plasmar en la portada y en el acabado del libro. Y me parece que esas pequeñas estructuras, esa arquitectura autorreferencial de versos e ideas que se repiten, es una de las ideas del libro. El primer título del libro fue “tema y variaciones”, como el libro de Eielson, donde está su “Poesía en A mayor”. Citando a Oquendo de Amat, lo que buscaba hacer era una música humilde.
Hablar de la generación del 50 es hablar de un lenguaje, una “poesía pura” que la generación de tu padre, Jorge Pimentel, confrontó. ¿Cuándo hablas del poema como un fruto abierto, es una identificación con ese mundo de palabras?
En la poesía tendemos a construir bastantes oposiciones, y Hora Zero fue bastante responsable de eso. Es como si la historia de la poesía peruana estuviera construida de forma dialéctica. Sociales vs. puros, exterioristas vs. íntimos, poetas de la calle contra los poetas de la habitación cerrada, citando a Calvo. Yo lo que he hecho siempre como lector es quedarme con todo, la poesía en todas sus expresiones: pura, social, experimental, figurativa. Un soneto de amor de Juan Gonzalo Rose tiene el mismo valor que un poema experimental de Trilce. Haríamos bien si entendemos los procesos históricos de la poesía en su medida y su momento, con sus intenciones y sus límites, y luego, como lectores, ponernos a disfrutar. Como escritor, siempre he tratado de fagocitar, replicar, apropiarme de la mayor cantidad de recursos posibles sin atender estos procesos históricos. A mí los hallazgos musicales de la generación del 50, Eielson, Varela, Rose, incluso los “Asedios al silencio” de Sologuren, me parecen lecciones tan o más útiles como el culteranismo de Hinostroza o las conversaciones de Cisneros, los poemas integrales de mi padre, de Tulio Mora o de Enrique Verástegui. Para mí todo es poesía y toda la alabo, la cultivo, la atesoro. Quiero pensar que estamos pasando a una construcción de canon poético que no se parece mucho a como se hizo en el siglo pasado. El sistema de construcción cultural respecto a la poesía ya no pasa por los medios o la academia. Hoy la cancha está mucho más abierta.
Es la libertad que te permite habitar un espacio absolutamente precario.
Sí. La poesía tiene el gran problema en términos comerciales, pero el gran valor en términos artísticos, de ser quizás el género menos condicionado por la conversión del libro en mercancía. Es el espacio de resistencia mayor ante el fenómeno de las industrias culturales.
¿Cuánto tiene que ver un libro como “A menor” con los temores, la incertidumbre propia de estos tiempos de pandemia?
La poesía es un espacio de libertad. Yo tiendo a renegar de la poesía como un espacio de sanación, cercano a la autoayuda. No obstante, pienso que en un mundo en el que la muerte ha puesto en cuestión toda nuestra estructura socioeconómica, y donde estamos obligados a recluirnos, la capacidad de abrir un espacio interior es vital. Las personas que tengan la capacidad de expandir su mundo interior, de construir un espacio emocional propio, van a tener probablemente una ventaja para salir mejor librados de esta opresión a la que nos obliga el asedio de la muerte. Una manera para construir ese espacio interior, enormemente desatendida, es a través de la poesía. Lo maravilloso de la poesía es que no resuelve problemas, no tampoco responde preguntas. Pero te ayuda a conectarte a la humanidad.
¿Finalmente, por qué crees que, a pesar de todo lo vivido, nos cuesta tanto hablar de la muerte?
Es irónico. Tal vez hemos vivido rodeados de demasiada muerte últimamente. Y la muerte no es solo la extinción, la desaparición, la disolución. La muerte es también un estado emocional. No soy psicólogo, pero no puedo negar que tanta precariedad, tanto odio, tanta polarización son triunfos tanáticos. Cuando ves familias separadas y amistades rotas por diferencias políticas, cuando ves que el maximalismo emocional ha terminado enajenando a todos mientras ves gente cercana morir, es muy duro. Lo que siento es que uno puede representar esas sensaciones de dolor, de vacío, iluminándolas con las palabras. Quizás esa haya sido la intención de este libro: poner un poco de luz en esas sombras.
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