Cinco aviones escriben en el aire para que el cielo de Nueva York se abra como un libro: “Mi dios es hambre mi dios es nieve mi dios es pampa mi dios es no”. Es el 2 de junio de 1982 y Raúl Zurita (Santiago, 1950) mira cómo los versos que salieron de sus dedos se convierten lentamente en letras de humo blanco, nueve kilómetros de poesía sobre el tapiz azul del infinito.
Treinta y cinco años después, océanos de tinta y multitud de premios iberoamericanos de literatura han solidificado la celebridad de un hombre cuya fragilidad, sencillez y bonhomía desarman apenas aparece, de luto riguroso. Con un Parkinson tan imperceptible como las heridas del amoníaco en sus ojos o la cicatriz que dejó el hierro candente en su mejilla. Como el hilo de su voz, en frecuencia casi inaudible: “Amo el Perú, tengo mucha admiración por su arte, por su historia, por sus tragedias. Amo todos sus valses, pero muy especialmente a Carmencita Lara”. A continuación remoja el gaznate y canta: “Vuela mariposa del amor / juguete del destino…”.
—Paraíso vacío—
—¿Es verdad que fuiste ladrón de libros?
¡Por supuesto que sí! Y no cualquier ladrón, yo fui un respetable ladrón profesional. Robaba libros caros, de arquitectura, de medicina. Lo hacía para subsistir. Todos hablan de la dictadura y sus desaparecidos, pero a nadie se le ocurre hablar de la pobreza. Por eso cuando saqué “Purgatorio”, mi primer libro, no me dejaban entrar a las librerías para presentarlo.
—Además estabas fichado por la dictadura. ¿Cómo te torturaron?
Fui atrozmente golpeado, las pateaduras no terminaban nunca. Ver una bota cerca de tu cara es aterrador. Pero no me pusieron electricidad. Estuve tres semanas y lo recuerdo cada segundo. Pero mi mayor temor era que fuese una invención, que eso no era real, que yo estaba loco. Los militares tiraron al río la carpeta con mis poemas. Tenía 23 años y tuve que reconstruirlos.
—¿Cómo se escribe un poema?
Consumiendo cada fibra de tu ser. Si vas a hacer versos, trata de que se te vaya toda la vida en ellos. La poesía está más allá de las palabras. Somos hijos de la muerte del poema. Todo poema es la lucha mortal entre el poeta y la lengua. Esa explicación de que las musas son las que te dictan no ha sido superada. Es prestarse otro cuerpo y eso que llamas voz propia es todo menos ello: es la voz de todos menos la tuya. Tú solo eres el receptor de los sueños que pueblan la Tierra.
—¿Por qué atentaste contra ti?
Estaba completamente desesperado. No era una performance, no había fotógrafos. Los militares me torturaron psicológicamente y mi vida era un desastre. Después entendí que lo había hecho como el chillido del bebe al nacer: si no chilla, se muere; y si yo no lo hacía, me suicidaba. Y suicidarse cuando están matando gente es ridículo, redundante.
—¿Te matarías otra vez?
No, le tengo pánico al suicidio. El "Libro de los muertos" dice que el suicida se queda pegado a la última escena de su muerte, no sale nunca de su suicidio, ¡qué horror!
—Una maldición.
Completamente. Pero creo que la gran maldición, en realidad, es no haber conocido el amor. Si alguien no ha tenido una experiencia de amor y yo soy Dios, lo mandaría de inmediato al cielo para recompensarlo. Las experiencias de amor justifican una vida.
—¿Cuántos amores has tenido?
Como diría Nicanor Parra, tantas, tentas, tintas, tontas y tuntas [ríe].
—Las dedicatorias a tu mujer actual, Paulina Wendt, dicen: “Con quien moriré”.
Es mi última mujer, sí. Llevamos 17 años juntos y no queda mucho tiempo para ganar la apuesta. Y sí, pienso bastante en la muerte. Sin miedo. De pronto me despierto en la noche y digo: "Va a ser así, a gran velocidad".
—Hablemos de poesía peruana.
El Perú tiene extraordinarios poetas en todas sus generaciones, pero ninguno como Vallejo: es el estilo del siglo XX. Y Neruda es Vallejo solo cuando es grande, por ejemplo, en “Residencia en la Tierra”. Admiro genuinamente a Toño Cisneros y su ballena en las arenas de Conchán, a Watanabe y su guardián del hielo, a Blanca Varela, Lucho Hernández y Ramírez Ruiz, quien murió miserablemente. A Verástegui también, aunque una vez me dijo: “Tú no tienes los ojos de grasa como los míos”. Y yo le contesté: “Y tú no tienes la mejilla estrellada como la mía” [ríe].
—¿Cómo ves Chile?
La veo muy triste. Nada de lo que creí que iba a ser después de la dictadura ha sido. Hay desprecio por la cultura, por la historia; quisieron pasar el trago de la dictadura embarcándose en un neoliberalismo demencial, perdiendo todas las raíces de manera oportunista, cobarde y sumisa. Lo único que tiene es su gran poesía. Lo que pasa es que Chile está fundado en esa gran mentira que es el poema "La araucana" del soldado español Alonso Ercilla, que habla de una grandeza inexistente.
—¿Y al Perú?
Tiene algo superentrañable y eso se nota en su música. En una peña he visto 150 variedades de marinera… ¡y una sola de ellas es la que se baila en Chile! ¡Impresionante! El peruano ha preservado mejor el sentido de la amistad, son caballerosísimos. Yo los quiero mucho. Y lo que no soporto de mi país es que no haya estado a la altura de sus pocos momentos de grandeza. Por eso admiro profundamente a Grau. Su caballerosidad, gentileza y bondad me hacen llorar.
—Alto vuelo—
Tumultuosa, excesiva, de largo aliento, desbordando un verso libre que jamás se impurifica en prosa, Zurita ha logrado teñir la poesía con un sello absolutamente reconocible en sus excesos retóricos, en esa pulsión que es trino y trueno simultáneamente. Mueve montañas, desiertos, prados y mares en un corpus monumental que se eleva en algo así como memorial del dolor.
Traducido a multitud de lenguas como el bengalí o el mandarín, a los premios Nacional de Literatura de Chile (2000) e Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2016) acaba de añadir el Iberoamericano de Letras José Donoso dotado con 50 mil dólares, ceremonia en la que mostró su instalación “El mar del dolor” edificada en Kochi (India) basada en la tragedia siria. Creador anómalo y activista insomne, ofreció un recital en la PUCP, bebió algunas cervezas con el firmante, se subió a un avión y volvió a disolverse en todo lo azul.