Fotos: Visor/ Anagrama
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José Carlos Yrigoyen

Drogas furiosas, poetas de barbas púbicas, dólares heterosexuales. El lector de “Aullido”, poema insignia de Allen Ginsberg, reconocerá estas potentes imágenes que, entre muchas otras, componen la desgarrada y vasta elegía que el visionario de Paterson escribió de un tirón cierta tarde aluvional donde cristalizó en palabras la derrota de “las mejores mentes de mi generación”. Con “Aullido”, la novela “En el camino” de Jack Kerouac y “El almuerzo desnudo” -libro inclasificable y extraterrestre de William Burroughs-, la generación Beat obtuvo peso y color, ganando una perdurabilidad literaria y mediática que hasta hoy no ha menguado ni un poco. Pero existen otros títulos que, aunque son menos conocidos, constituyen significativos aportes no solo para la obra de estos provocadores y proscritos, sino para la cultura anglosajona en general.

Si bien Ginsberg es recordado por sus primeros libros, como “Aullido”, “Kaddish” -cuya traducción a manos de Rodrigo Olavarría no tiene pierde- o “Sándwiches de realidad”, su poemario más ambicioso, de mayores logros conceptuales y de máxima riqueza temática es “La caída de América”, publicado en 1973, cuando su autor frisaba la cincuentena. La exaltación de su etapa auroral se convierte en tristeza de mediana edad y con ella surge el constante acoso de los fantasmas funerarios. Su gran amigo Jack Kerouac había fallecido, su bello amante Neal Cassady también. Ginsberg yuxtapone su desconcierto al del país en que vive y viaja, a través de automóviles, trenes, camiones, bosques y carreteras, confeccionando una bitácora íntima que desemboca en una acerada crítica de la realidad próxima. El poeta se vuelve cronista de la decadencia moral de los Estados Unidos, escenario del amargo fin del verano del amor hippie, país sumido en la larga y absurda guerra de Vietnam y atrapado en los años del mandato de Nixon (“malísimos para la poesía”, sentenció nuestro Enrique Verástegui). Tomando materiales marginales -las pintas de los baños públicos o conversaciones en baratos restaurantes de paso-, Ginsberg entrega el retrato de una geografía social accidentada, semejante a su propio estado espiritual transido por la incertidumbre de quien sabe que no volverá a ser joven.

Usualmente relegado a la segunda división del universo beatnik, Gregory Corso es un poeta directo y sencillo, dueño de un humor de engañosa inocencia que oculta una demoledora crítica a las convenciones sociales y otras cotidianas exhibiciones de la estupidez humana. “El feliz cumpleaños de la muerte” (1960) es, de los muchos que escribió, el libro en que su vena corrosiva se manifiesta con más elocuencia. Ahí está, para demostrarlo, esa brillante sátira llamada “Matrimonio”: “¿Debería casarme? ¿Debería ser bueno? / ¿Sorprender a la chica de al lado con mi traje de terciopelo y mi capucha de Fausto? / No llevarla al cine sino al cementerio / después desearla y besarla y todos los preliminares / y ella sin querer ir tan lejos y yo entendiendo por qué / diciéndole sin enojarme ¡Tienes que sentir! ¡Sentir es hermoso!”. Corso fue un ladronzuelo genetiano que pasó su juventud entre reformatorios y cárceles; de ahí procede esa predilección por lo ordinario y urgente, enunciado con la voz descarriada que lo hace reconocible desde el primer verso.

Desconocido incluso para muchos seguidores de los beats, Alexander Trocchi es un autor tan experimental como crudo que consiguió en “El libro de Caín” (1963) el ideal trasgresor que solo urdieron a plenitud los máximos referentes del grupo: la sublimación de una vida consagrada a los paraísos artificiales, al abandono en pos de la revelación escondida en el tiempo quieto, al nihilismo contenido que estalla en un bombazo de iluminaciones. Disfrazado de su alter ego, Joe Necchi, se explaya acerca de su impenitente adicción a la heroína, la rutina marginal en una barcaza apeada en el río Hudson, su lucha contra la alienación y el miedo existencial de no dejar rastro apreciable en su paso por la Tierra. A diferencia de sus compinches, maneja un terso lenguaje estilizado y su técnica es más cercana a la vanguardia europea que al “cut-up” del que Burroughs hizo escuela. Un tipo con personalidad al que vale la pena frecuentar.

Allen Ginsberg. La caída de América. Visor, 2003.

Gregory Corso. El feliz cumpleaños de la muerte. Visor, 2008.

Alexander Trocchi. El libro de Caín. Anagrama, 2006.


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