Este miércoles 27 de enero es el Día Internacional de conmemoración en memoria de las víctimas del Holocausto, fecha establecida por la ONU para recordar el genocidio nazi, tomando como hito el fin del horror: la liberación del campo de exterminio de Auschwitz. Este año, la fecha nos toca en momentos donde el mundo debate permanentemente la toma de decisiones ante la pandemia y se cumplen ocho décadas del año de las “decisiones trascendentales” como las definiera brillantemente el historiador británico Ian Kershaw.
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El Holocausto no fue un hecho casual o improvisado, sino el producto de la determinación de Adolf Hitler y la falta de objeciones de una sociedad que acompañó la política de odio, aunque con excepciones. La sucesión de decisiones adoptadas para desarrollar el genocidio debe ser entendida como una espiral de eslabones cronológicos de hermetismo y variabilidad. Por eso, cuando hablamos del genocidio propiamente dicho, tal vez podamos encontrar su comienzo en 1941: en mayo de ese año, la migración de los judíos de los territorios ocupados por Alemania fue prohibida. Poco después, en junio, comenzó la Operación Barbarroja -invasión a la URSS- que no fue solo una contienda bélica sino la contraposición de dos mundos, una guerra ideológica.
Ese año se reconfiguraron los escuadrones de la muerte -Einsatzgruppen- que entre 1939 y 1941 participaron activamente de la Aktion T4, las acciones de eliminación de personas con discapacidad. Su misión fue eliminar las disidencias con el avance del ejército alemán. Dos meses después se amplió la política de exterminio a judíos del Partido y el Estado dando rienda suelta al más sanguinario antisemitismo: de las seis millones de víctimas judías, más de un millón fueron masacrados a manos de los escuadrones, desatando el más violento antisemitismo de los pobladores locales en los territorios ocupados por el nazismo.
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Probablemente uno de los aportes más oscuros de Hitler al discurso político del siglo XX haya sido la biologización de la política. El antisemitismo histórico, basado en prejuicios y viejos mitos, resultó funcional a las medidas promovidas por el nazismo, pero fue el argumento racial aquel que aportó una distinción a la llamada “cuestión judía”. Ya no había modificación posible del sujeto: la única solución era el exterminio. Esto explica la ampliación, en agosto de 1941, del “genocidio por las balas” a mujeres y niños.
Si la condición de enemigo era una cualidad innata del judío, era necesario visibilizar el mal de su interior: en setiembre del 41 se impuso el uso de la Estrella de David amarilla. El odio se había apropiado hasta de la simbología de las víctimas.
El fracaso de otras “soluciones” territoriales -Nisko, Madagascar- dio lugar a la idea de una deportación masiva de los judíos hacia Siberia ante una victoria. De todos modos las dificultades en el frente oriental hicieron que el exterminio directo ganara lugar, poniendo el sello final a ello el bombardeo a Pearl Harbour y el consiguiente ingreso de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial.
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Más allá de la conferencia que estaba prevista para 1941 y se concretó al año siguiente en Wannsee, la experiencia genocida del T4 fue utilizada en los gaseamientos del campo de Chelmno desde diciembre, inicio de la nueva praxis genocida. A partir de entonces, la matanza se intensificó. Los mencionados escuadrones de la muerte, años de deportaciones, la ‘guetoización’, el hacinamiento y las enfermedades ya habían acabado con la vida de millones de judíos. Los campos de exterminio hicieron el resto. Las decisiones, finalmente, habían conducido la espiral desde el prejuicio hasta la muerte.
Hoy recordamos aquel 27 de enero como el fin de los horrores más impensados, pero no perdemos de vista que nada de ello hubiera sido posible sin las decisiones previas y los silencios que condujeron hasta allí. Es cierto, la liberación de Auschwitz marcó en gran parte el fin del plan sistemático de exterminio de los judíos en manos del nazismo. Pero no fue, tristemente, el fin de los prejuicios.
Un nuevo aniversario se acerca dominado por la pandemia y la virtualidad. En este contexto incierto, viejas historias antisemitas volvieron a ganar terreno, adaptadas a la realidad actual. El odio prolifera online, en forma de teorías conspirativas que acusan a los judíos de haber creado la pandemia, con el fin único de enriquecerse y dominar. Pero el prejuicio no se limita al mundo virtual: la Sala Penal de Apelaciones de Chincha y Pisco emitió un fallo recientemente afirmando que la pandemia tuvo un carácter “imprevisible” salvo para sus creadores, multimillonarios como George Soros, la familia Rockefeller y el empresario Bill Gates, “que lo manejaron y siguen direccionando con un secretismo a ultranza dentro de sus entornos y corporaciones mundiales”, un fallo que remite a viejos libelos antisemitas.
Este año nos interpela a pensar la historia y el presente como una unión de acciones que se reorganizan permanentemente, un año sin certezas que debe asegurarnos un compromiso esencial con la vida y la memoria particularmente ante la pérdida de sobrevivientes del Holocausto a manos del Covid-19. Que el 2021 sea el año de una verdadera decisión colectiva y trascendental ante tanta incertidumbre: la perpetuación de la memoria. Porque solo recordando los horrores del pasado, podremos asegurar un futuro de convivencia plena.
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