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"Es un infierno", me habían advertido. Y nunca antes la descripción de una lugar había sido tan profético.

No te queda duda: el Tapón del Darién siempre se queda con algo.

Llevamos 12 horas caminando a través de la maraña de este muro vegetal de 575.000 hectáreas que Panamá y Colombia comparten y me doy cuenta, cuando estoy a punto de desfallecer por el cansancio, el calor y la humedad, que si no me levanto y sigo adelante, se va a quedar conmigo.

No sería la primera vez que sucede: en el siglo XVI se tragó con sus ramas espinosas a los conquistadores españoles y más tarde a exploradores irlandeses.

Ahora los que se quedan en el camino son los migrantes que intentan cruzarlo para buscar una vida mejor en el norte.

Pero no se sabe cuántos han muerto exactamente. Ni cuántos carteles los usan para traficar drogas desde Sudamérica hacia México. Tampoco cuántas personas viven en él.

Es una jungla inexpugable, compacta e infranqueable, uno de los territorios menos accesibles de América Latina.

El periodista estadounidense Jason Motlagh, que trató de atravesarlo en el 2016, lo describió como el pedazo de selva más peligroso del planeta.

BBC Mundo pasó cuatro días recorriéndolo y hablando con los que, por distintos motivos, desafían a la naturaleza en el único punto del continente donde la carretera Panamericana deja de existir.

Día 1: Camarón

La travesía comienza en la localidad de Yaviza, unos 300 kilómetros al sur de la capital panameña, donde el asfalto de la ruta Panamericana se desvanece de repente, después de un recorrido de 12.500 kilómetros desde Prudhoe, en Alaska.

Y allí donde termina, sólo quedan el agua y las canoas.

- Le caben 50 quintales, nos dice Camarón.

Aunque es bajito y pesado, Camarón se mueve con habilidad por los estrechos bordes de su piragua para ubicar un enorme sillón de cuero sobre unos bultos de ñame y plátano que debe llevar al poblado vecino de El Real.

Él no sabe con exactitud cuántas libras son 50 quintales. La razón es que aquí, en el puerto de Yaviza, las cosas no se pesan. Se cuentan.

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"Después de 50 bultos, las piraguas comienzan a hundirse", explica como si tuviéramos que saberlo y dibuja con la mano un barco yéndose a pique.

Donde se acaba el asfalto y se asoma el río Tuira, comienza el Tapón del Darién, esta extensión de tierra que ocupa el 13% del territorio de Panamá y que contiene la mayor colección de especies de pájaros del mundo.

Una selva que, al otro lado de la frontera y durante los últimos 20 años, ha sido campo de batallas, masacres, torturas y secuestros de civiles por parte de frentes guerrilleros y comandos paramilitares de Colombia.

Pero que es sobre todo un infierno de humedad y calor donde no se puede ver el cielo. No se ve por dónde sale el sol ni dónde se esconde, es imposible distinguir el norte del sur sin brújula, sin GPS. Si no hay alguien que lo indique, se pueden pasar días caminando en círculos como un perro que persigue su propia cola.

Cuando Camarón regrese de llevar el sillón de cuero, nos vamos a montar en su piragua y vamos a internarnos en este gigante.

Día 2: Agua

Para sentir el corazón del Darién hay que acariciar el agua.

El agua abunda por aquí. Es una de las regiones más lluviosas del planeta y desde que salimos de Yaviza ha dado prueba de ello: no ha parado de llover. Pero la generosidad de las precipitaciones y los afluentes del río no dan garantía de movilidad.

Pese al motor Suzuki de 40 caballos de fuerza de la piragua de Camarón, para trasladarse 30 kilómetros necesitamos seis horas.

Ese conflicto entre la naturaleza y el progreso lleva más de 50 años, durante los cuales los bandos no se han puesto de acuerdo sobre si la selva debe ser atravesada o no con los 108 kilómetros de autopista que faltan entre Yaviza y el puerto colombiano de Turbo, donde la carretera intercontinental reanuda su paso.

La idea de la ruta Panamericana se gestó en 1929 durante una cumbre de gobernantes, pero no fue sino hasta 1937 cuando 13 naciones, impulsadas por Estados Unidos, acordaron construir la carretera, basándose en un principio que en teoría facilitaría las cosas: cada país se encargaría de su tramo.

Durante 25 años las cosas fueron más o menos bien.

El principal inconveniente surgió a principios de los 60, cuando Panamá y Colombia se enfrascaron en discutir cómo sortear la selva: algunos proponían una línea recta que la atravesara, otros señalaban que lo mejor era un pequeño desvío por el norte y trazar una ruta más cercana al Caribe.

Las discusiones se diluyeron en trámites burocráticos y peleas de presupuesto y el trayecto nunca se construyó.

Seis horas sobre el Tuira nos dejan en Boca de Cupe.

Allí nos recibe un par de gallos en la entrada del puerto y, mientras nos internamos por las pequeñas calles de este poblado de 800 habitantes, estas aves se multiplican en los patios, la escuela, en el batallón del Servicio Nacional de Fronteras, el Senafront, una especie de comando militar que vigila los límites de Panamá.

La casa de René Alvarado Ballesteros está custodiada por tres pollos que picotean la tierra.

Alvarado sale al corredor del frente vestido de pantaloneta y una camiseta esqueleto y se presenta como agricultor, aunque la mayoría de los vecinos lo señala como uno de los representantes legitimados de la comunidad.

Él es uno de los que quiere que la carretera se prolongue, porque a pesar de la cantidad de quebradas y canales que tiene el Darién ninguno da garantías a la hora de transportarse.

"Aquí los ríos, que son la única opción para movernos, se secan definitivamente durante la temporada de verano (diciembre-abril). Ahora en invierno el viaje hasta Yaviza se puede hacer en seis horas. En verano demora dos días", dice.

En su parcela produce ñame, un tubérculo parecido a la yuca, además de plátano y arroz . Durante esos meses difíciles el plátano se le madura antes de que llegue a venderlo. "Y el ñame, en su mayoría, se pudre".

"Una buena carretera podría ser una opción para cambiar de vida. Una carretera para que la gente pueda mover sus productos. Abrir el Darién sería bueno, sin duda", insiste.

El último empeño de un gobierno para completar este tramo de la ruta llegó en febrero de 2010, cuando el entonces presidente de Colombia, Álvaro Uribe Vélez, lanzó un mensaje usando como argumento la seguridad.

"Comprendo que es un tema muy delicado, pero creo que hay conectar a Colombia y a Panamá. A los bandidos les conviene que esa ruta no se haga, porque a ellos les gustan los caminos traviesos", dijo durante una cumbre empresarial en febrero de ese año.

De acuerdo a la Interpol, el negocio del tráfico de migrantes por esta zona -que en 2016 alcanzó la cifra de 27.000 personas sin paso autorizado, según el Senafront - llegó a facturar unos US$3 millones mensuales.

Y hasta el mes de julio, las autoridades panameñas habían incautado unas cinco toneladas de cocaína, que son mayormente transportadas en mochilas a través de la selva.

Durante la noche, las cosas pasan más despacio.

La gente se refugia en sus casas, Boca de Cupe se vacía a cuotas y solo permanecen algunos jóvenes, todos ensimismados alrededor de la pantalla de un celular que a su vez ilumina con colores sus rostros.

Están al pie de la cerca de la escuela del pueblo. Pregunto por qué están allí.

"Es por el internet. El único que funciona es el del colegio", responde uno antes de quedar hipnotizado de nuevo por el resplandor de la proyección.

Día 3: Lorencita

Con el primer canto del gallo comienza otro tramo del recorrido. Otra vez la canoa, otras seis horas, el agua que salpica desde el cauce del río, el cielo que escupe lluvia espesa.

Desde Boca de Cupe hacia Paya, la comunidad indígena donde -lo sabremos después- empieza la parte más dura del recorrido, los árboles se vuelven más altos, de un verde tan verde que parece negro.

Aunque ha llovido sin pausa desde hace días, el cauce del Tuira se adelgazó tanto que debemos bajarnos varias veces de la piragua de Camarón para empujarla sobre el lecho de piedras.

No se entiende: llueve, pero no hay agua en el río.

Atrás, callado, va Isaac Pizarro, guía del parque. Es pequeño, compacto, con una sonrisa permanente que subraya sus ojos pequeños. Es una de las personas que más conoce el Darién, pero sobre todo es un hombre que sabe de pájaros.

Tanto que, a diferencia de los avistadores aficionados que tienen que relacionar el canto con la apariencia de cada especie para reconocerlas en sus tarjetas de taxonomía, Pizarro los distingue a lo lejos, solo por la forma en que vuelan.

"Lo que pasa es que no está lloviendo en la cabecera, por eso el agua no alcanza", explica el lugareño.

Su diagnóstico revela una anomalía que, para los ambientalistas y las comunidades indígenas de la región, anticipa lo que podría ocurrir si le atraviesan una autopista a una zona tan rica en biodiversidad.

Es, para ellos, como abrirle de par en par la puerta al de por sí amenazante calentamiento global.

Por eso el empeño de muchos en proteger el Darién.

El primer paso se dio en 1972, cuando Panamá creó la zona especial forestal del Alto Darién y de esa manera garantizó el control en la que se volvió la reserva natural más grande de Centroamérica.

Después, cuando aquel esfuerzo resultó fútil para evitar la invasión de las empresas forestales ilegales, la UNESCO lo declaró en 1981 Patrimonio Ambiental de la Humanidad, e incluyó la zona que se encuentra dentro del territorio colombiano.

"Cualquier intento de cruzar una carretera sería una amenaza directa. Por eso nos hemos negado a los planes de la Panamericana", me explicó antes de entrar a la selva Julia Miranda Londoño, directora de Parques Nacionales Naturales de Colombia.

Los lugareños que nos acompañan no tienen cifras, pero comparten una visión similar sobre esta jungla primitiva.

Nos refutan dos conclusiones engañosas que, con ojos inexpertos, hemos sacado al iniciar el viaje: una, que el Darién es inagotable, y dos, que tras décadas de resistir el empeño de construir la carretera este lugar del mundo está inalterado.

Su selva es esencialmente frágil, nos dicen.

Pero este discurso ambientalista no ha tenido suficiente eco y los árboles siguen siendo explotados a ambos lados de la frontera. Solo para dar un ejemplo, de acuerdo al gobierno de Panamá, el 96% de la madera ilegal que se comercializa en el país viene del Darién.

Por eso cuando caminamos por Paya, un poblado indígena kuna de casitas alineadas de techo de paja y paredes de madera, grama bien cortada y sin un solo rastro de basura por sus andenes de cemento, el argumento que se escucha para mantener la selva inalterada no versa tanto sobre la conservación ambiental, sino sobre la sobrevivencia.

"No estoy de acuerdo con que abran el Tapón del Darién. Vamos a perder toda nuestra comida".

Entre todos los que nos hablan, llama la atención Lorencita Bastidas. Mejor dicho, llaman la atención los colores de Lorencita Bastidas.

Camina erguida con su blusa azul de pechera de mola, el trabajo textil de varias capas superpuestas y motivos de plantas y animales en que se ocupan los indígenas de la zona. Va con su oro colgado de la nariz y las chaquiras -un tejido hecho de piedritas de colores- envolviéndole sus piernas hasta las rodillas, justo allí donde se aferra una de sus nietas.

"Quiero que cuando la gente me vea, se dé cuenta de que soy una mujer kuna", reclama orgullosa.

Dice que no habla bien español, cierra bien los puños y los pone frente al pecho, más una muestra de firmeza que de amenaza.

"Si dejamos entrar a toda la gente, van a desaparecer todos mis animales, se van a ir lejos", afirma y sacude la cabeza.

Lorencita, como todos en Paya, siente el rigor de la distancia y la dificultad del transporte.

Ella misma nos cuenta la historia de la profesora de primaria de la escuela, que tiene un niño de 2 años y que hace más de un mes no habla con su esposo que vive en Ciudad de Panamá, porque en Paya la energía eléctrica es limitada, no hay teléfono y el único acceso a internet depende de la generosidad del comandante de la base del Senafront.

"Para comunicarse tiene que escribir mensajes en papel que envía a Boca de Cupe en las canoas. Y esperar que alguien suba de allá para recibir la respuesta también en un papelito".

Aun así, Lorencita prefiere el aislamiento. "El agua viene limpia, y con la sombra de los árboles, siempre está fría. Si abren el camino, el agua va a ser sucia y todo va a estar contaminado".

Después del almuerzo, el guía Pizarro nos recomienda descansar. Al día siguiente hay que madrugar para aprovechar las horas de luz. El recorrido va a ser muy largo.

Con Algis Barrios, uno de los guardaparques del Darién que está aquí en Paya, anticipamos los rigores del viaje.

Le confieso que el principal temor que traía era que durante la travesía me mordiera una serpiente. Tengo mis razones: el médico de la comunidad ha visto morir a varios de sus pacientes en el piso de una canoa cuando eran trasladados a Yaviza porque no les daba el tiempo para llegar a ser atendidos.

-Entonces hay que rezar para que no llueva, me dice.

-¿Por qué?

-Porque las culebras se ofuscan con la lluvia.

Día 4: Selva

Apenas nos internamos en el matorral, después de pasar dos quebradas y un par de platanales, comprendemos por qué es tan fácil extraviarse en este terreno: no hay una forma de adivinar el camino. Hay pocos indicios, escasos puntos que sirvan de referencia.

Por eso, hacemos caso ciego a cualquier indicación de los hombres que han venido junto a Pizarro para asistirnos en la que, nos dicen varias veces, es la porción más brava del recorrido.

El paisaje abruma: los árboles centenarios parecen rascacielos y quedamos bajo una pelambre de hojas y tallos que apenas dejan pasar los rayos del sol, aunque no sirven de mucho para detener la intensidad del calor.

La selva hierve en el rostro. Aquí cobra sentido eso que nos han dicho, que uno no cruza el Darién sino que se da de bruces contra él.

Se estampa contra sus decenas de plantas tapizadas de espinas que nos rayan brazos y manos, contra los cadáveres infranqueables de los árboles que caen y quedan acostados en el suelo por lo que la naturaleza tarde en deglutírselos y que nos obligan a cambiar de rumbo cada dos pasos.

El castigo de los latigazos de las ramas que se sacuden con el paso de cada uno y se vuelven una trampa para quien viene atrás.

Contra los vestigios de los migrantes, también: sudaderas Adidas colgadas de los árboles, botellas de bebidas energizantes rellenas por el lodo, bolsas de suero para la hidratación, un brasier violeta, unos zapatos deportivos, una chaqueta de bebé.

Pizarro nos pide que no toquemos nada, que dejemos todo tal cual está.

"Los que pasaron los dejaron ahí para que les sirvan de pistas, para no perder el camino a los que vienen luego", explica.

"¿Y dónde están ellos?", pregunto.

"No se van a dejar ver. No saben si somos el Senafront, si somos mochileros que llevan droga... Nos escuchan y se ocultan, no se van a arriesgar", responde.

Cerca de allí nos señala el lugar donde fue enterrado uno de los migrantes que no resistió la severidad de la marcha. No hay placa ni cruz, solo una leve hendidura rectangular en la tierra.

Pizarro dice que era un africano y que su cuerpo fue sepultado cuando varios migrantes interceptaron a unos indígenas que pasaban por allí para pedirles no sólo agua y orientación sino también que los ayudaran a excavar para darle un final digno a su compañero.

Un muerto más de una cifra que se desconoce: no se sabe cuántos migrantes han quedado a mitad camino durante estos últimos años de recorridos masivos. No hay una cifra oficial, sino relatos fragmentados.

A las dos horas de expedición nuestra ropa y nuestro cabello están tan mojados como si recién saliéramos de una piscina.

Pizarro nos promete nuestra primera parada técnica para descansar y recomponernos: "Vamos llegando al carro".

¿El carro?

- Sí, más o menos a una hora y media está el carro.

- Un carro en mitad de la selva...

- Sí, exacto.

A pesar de que no existe la carretera, algunos osados igual han intentando aventurarse por aquí montados en automóvil.

Uno de ellos fue Dick Doane, un vendedor de carros de Chicago que en 1961 financió la expedición de tres Corvair rojos -un vehículo que General Motors había lanzado dos años antes- desde Illinois, en el norte de Estados Unidos, hasta Buenos Aires, para demostrar que el flamante modelo era capaz de atravesar el tapón.

Trajeron camiones, tumbaron árboles para crear una trocha por donde circularan los carros como mejor pudieran y contrataron a indígenas de la región para que sirvieran de guías.

"Llegado un momento, calcularon mal la cantidad de gasolina de uno de los vehículos. Mandaron a las personas encargadas de esa parte del recorrido hasta Paya para buscar combustible, mientras los otros dos carros continuaban la aventura", me cuenta Pizarro.

"Lo que pasó es que, cuando volvieron, las partes más costosas del auto ya no estaban. Se las habían robado. Entonces tocó dejarlo ahí".

"¡Es un carro en la mitad de la selva!", grita Camilo, quizá contento porque algo interrumpe la monotonía del paisaje. Saca su celular y se toma varios selfies.

Yo me limito a palpar la textura de este cadáver rojo, de su pintura lacerada por el óxido. Pienso si todo esto no es sino una metáfora de los constantes intentos fallidos por conquistar el Darién. Todos convertidos en chatarra.

A menos de 100 metros queda la frontera, marcada por una columna blanca de cemento con doble placa: "Panamá" del lado norte y "Colombia" en la cara sur.

Como me había avisado José E. Mosquera, un analista político colombiano experto en el tema de la carretera durante una conversación en Medellín, en ese lugar comienza también lo que fue el puntillazo final para que la Panamericana nunca terminase de construirse.

"A principios de los años 70 surge en Colombia un brote de fiebre aftosa que afecta al ganado. Y eso enciende las alarmas de Estados Unidos, que había sido el principal país impulsor de la ruta", me explicó.

Según Mosquera, Washington pensó que la mejor manera de frenar la expansión del virus era sacar partido de un muro natural y le ofreció a Colombia la creación de un espacio de conservación ecológica en el lugar por donde se pensaba que podía pasar la Panamericana.

Ese bloque de protección antiaftosa es el Parque Nacional Los Katíos, que comenzamos a recorrer después de dejar atrás el monolito fronterizo. El Darién colombiano.

"De esa forma Estados Unidos neutralizaba cualquier opción de conexión directa entre Colombia y EE.UU. Por eso durante años al parque se lo conoció como Los Katíos USDA, que son las siglas de la Secretaría de Agricultura de Estados Unidos, la entidad que financiaba el proyecto", agregó.

Con el recrudecimiento de la guerra en Colombia entre grupos guerrilleros, paramilitares y ejército, Panamá encontró nuevos argumentos para postergar la carretera: no solo sería una zona de conservación y un bloque contra la intromisión de virus bovinos, sino también una aduana no oficial para evitar que el conflicto vecino invadiera el país.

Llevamos ocho horas de recorrido, la temperatura se ha elevado sobre los 30 grados, mi vestimenta empapada pesa el doble.

Pizarro traza el plan de lo que viene: debemos atravesar la quebrada del río Tula, pero no siguiendo su ribera sino utilizando una línea recta para hacer el camino más corto, aunque no más fácil, porque hay que subir y bajar ocho colinas en el trayecto.

"Estamos retrasados", advierte para justificar la decisión. Y señala una amenaza que viene detrás de nosotros: "La luz se va antes en la jungla".

Pero el calor y la extensión de la caminata nos juegan en contra y el cuerpo, a pesar del suministro de agua constante, comienza a ceder. Nuestros pasos se hacen más lentos y las pausas para descansar, más frecuentes.

Pizarro se pone nervioso y repite la consigna: tenemos que llegar antes de que anochezca.

Para peor, ocurre algo que no estaba en los planes: el camino está totalmente anegado, una superficie de lodo que se traga los pies hasta los tobillos. En algunos tramos, hasta las rodillas.

Sobre el pantano se pueden ver huellas de mulas y burros.

"La explotación maderera utiliza mulas para sacar los troncos de la selva y eso ha deteriorado la calidad del suelo en algunas zonas del parque", es la explicación de Nianza Águlo, directora de la reserva de Los Katíos.

"Estamos realizando varias operaciones de control para reducir este tipo de prácticas", asegura. "De hecho, UNESCO nos retiró en 2015 de la lista de zonas de Patrimonio en peligro por nuestro buen control de la deforestación en la zona".

Lo cierto es que este lugar no está diseñado para que lo transite nadie, mucho menos a pie.

Lo que sigue es un recorrido de barro que se adhiere en las manos y los pies y parece que tiene vida propia, que cada vez que absorbe uno de mis pasos desea quedarse con mis botas y la mitad de mis piernas.

Cada avance nos hunde más en el fango y todo el esfuerzo se centra en conseguir despegar el pie del fondo, solo para volver a empezar el proceso en el siguiente paso. La marcha se convierte en un penoso arrastre de piernas embadurnadas de pantano y cansancio, que se extiende por cuatro horas más.

El peor temor de Pizarro se hace realidad.

Nos alcanza la noche y comprendo su afán, la selva en la oscuridad es un lugar tenebroso. Como una máscara que no te deja respirar.

"No puedo más", dice mi compañero y se desvanece sobre el lecho del Darién, exhausto. Resopla, agitado. Pizarro y los hombres que nos han servido de guías encienden sus linternas y nos rodean para evitar que se acerque algún animal.

Yo tampoco puedo más. Han sido 12 horas de darle batalla a la naturaleza áspera, que te lastima la piel cada dos metros, envueltos por una atmósfera sofocante que aplasta el cuerpo cubierto de prendas que nunca alcanzan a secarse.

Pizarro se comunica por el radio y nos trae las últimas palabras de aliento: "Estamos a 25 minutos del río Cacarica, donde nos espera un bote que nos llevará a la comunidad Juin Phubuur. Vamos".

Cuando me levanto y avanzo un par de metros, distingo sobre el telón negro de la selva las sombras de una choza de paja, una mesa rodeada por unas sillas rústicas acomodadas simétricamente una frente a otra, mientras una canoa flota sobre un río apacible.

Veo el cuadro perfectamente. "Ahí está, llegamos", digo eufórico.

"No, ahí no hay nada", me corrige el guía que está al lado mío cuidando cada paso. "Estás comenzando a alucinar. Tenemos que llegar rápido".

Me echa agua en el cuello y me obliga a tomar unos sorbos grandes que me permiten volver a concentrarme en el camino. Los 25 minutos se convierten en una hora serpenteando por el lodo, hasta que finalmente llegamos al bote.

Me desplomo en mitad de la embarcación y el primer impulso es cerrar los ojos, pero uno de los guías nos sugiere mantenernos en vela hasta que lleguemos a Juin Phubuur para evitar que si la lancha se voltea no podamos reaccionar a tiempo para salir del agua.

"Mira el cielo, mira cómo están las estrellas", sugiere para distraerme.

Las estrellas estallan sobre el fondo violeta del cielo del Darién y rodean a la luna menguante, luminosa sin el filtro de la contaminación.

Mientras la canoa avanza pienso que lo que acabo de hacer, acompañado por cinco lugareños expertos, con agua abundante y alimentos suficientes, con ropa especializada y un sistema de comunicación de apoyo, lo transitan a diario los migrantes de a pie: 47.000 personas en los últimos diez años (27.000 en 2016), algunos sin guía, comida o zapatos adecuados, con el solo objetivo de huir de la miseria y buscar un futuro mejor que queda muchos peligros y muchos kilómetros más allá.

Pero ya me lo habían dicho.

En Metetí, una localidad panameña que está antes de llegar a Yaviza, me había encontrado con una mujer ghanesa, una más de los migrantes clandestinos que recién había salido de su travesía en la selva.

Cuando le conté mi idea de atravesar el Tapón del Darién, la mujer abrió los ojos y me dijo: "No lo haga. No lo haga, si puede evitarlo. Eso allá es el infierno".

Nos toma dos días más llegar a Turbo, en Colombia, aunque nada se compara a los rigores del camino que ya sorteamos. Y retomamos la Panamericana, que en este caso es una sombra de asfalto que espera ser reparada.

Atrás, cubierto por la bruma de una llovizna, la espesura del Darién se va diluyendo en el horizonte.

Un gigante lleno de pesadillas, como si se tratara de un invento de la imaginación.

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