Según el Fondo Monetario Internacional, Latinoamérica crecería 1,6% este 2020; sin embargo, el crecimiento podría ser menor por efectos del coronavirus. El Perú sería, según la misma fuente, el segundo país con mayor crecimiento con un magro 3,2% (aunque Apoyo ubica este crecimiento en 2,7%). Este ritmo de progreso está muy lejos de lo que necesita el país para cerrar las enormes brechas que existen. Y para cerrar brechas se necesita un crecimiento robusto. El del Perú en los primeros quince años de este siglo permitió la más drástica reducción de pobreza que hayamos experimentado. No es posible derrotar la pobreza, y mucho menos conquistar la equidad, si no se crece.
Como comentaba el presidente del BID, Luis Alberto Moreno, en estas mismas páginas, las recientes protestas que sacudieron a varios países de la región –destacando por inesperado y violento el caso de Chile, aunque no fue el único– tienen como base la frustración por la desigualdad, que es característica de nuestra región que tiene 8 de los 20 países más desiguales del mundo. Hoy sabemos que para permitir que el accionar público produzca mayor equidad se necesita repensar el conjunto de políticas públicas, incentivando la inversión y el crecimiento. Eso es lo que ocurre en Europa, en donde producto de las palancas fiscales de recaudación y gasto público, el piso se nivela y se logra igualdad en términos de bienestar y oportunidades. Esto no ocurre en nuestra región.
Las políticas para la inclusión, al ser de mayor plazo, son mucho más complejas de diseñar e implementar que las políticas para disminuir pobreza y pobreza extrema. Pasan por dejar de pensar en términos de gasto social para pensar en inversiones que permitan contar con ciudadanos más productivos (entendido esto como ciudadanos que generan ingresos que les permiten vivir con suficiencia). En Latinoamérica, el crecimiento experimentado este siglo permitió que el gasto social creciera en 120%. Gracias a esto se logró sacar de la pobreza y pobreza extrema a millones de personas. Sin embargo, ese gasto hoy debe ser repensado para atender a segmentos de población con necesidades diferentes. Así, las personas que se encuentran en pobreza extrema requieren acceso a programas; en cuanto a la pobreza, es necesario crear condiciones para dejar la dependencia de los programas sociales. Por otro lado, la clase media vulnerable necesita dejar atrás la informalidad o asegurar su permanencia en la formalidad. Esta mirada segmentada es determinante para definir la calidad del gasto público del siglo XXI no solo por razones de eficiencia y productividad, sino también por razones de gobernanza.
Para resolver los problemas de equidad se requieren no solo de políticas que son más complejas sino de mayor costo, por lo que se necesitan mayores recursos. La recaudación del orden del 15% que tiene la región –y en esto el Perú es un país típico– no es suficiente para financiar las políticas de capital humano y capital físico (infraestructura) que el mundo competitivo en que vivimos impone. La informalidad, que se ha vuelto un problema endémico en la región y con especial énfasis en el Perú, no es sostenible: más de la mitad de los empleos en el Perú son informales porque tributariamente penalizamos el empleo formal (la buena noticia es que se pueden hacer reformas, como ha hecho recientemente Colombia, que redujo la informalidad al aminorar los altos costos de la planilla). Al mismo tiempo, la informalidad hace que descansemos excesivamente en impuestos indirectos que, a la larga, son regresivos y, por tanto, atentan contra el objetivo de mayor equidad.
Con mayores recursos se podrá revisitar el gasto social para hacerlo pertinente (evidentemente, la eficiencia del gasto social en particular, y del gasto público en general, es un tema que dejo por descontado como parte de la agenda). Con una mirada de pertinencia dejaríamos de contar como logro el presupuesto destinado a gasto social para medir el porcentaje de pobres extremos que reciben atención del Estado en salud y educación; replantearíamos programas como las transferencias condicionadas que buscan que los niños y jóvenes permanezcan en la escuela para contar como logro el número de jóvenes que encuentran empleo formal (lo que sucede por movernos de una educación de conocimientos a una educación en habilidades); revisaríamos si tiene sentido que el gasto en programas asistenciales a adultos mayores siga creciendo cuando no cubrimos mínimamente el costo de aprestar a los niños en sus primeros 1.000 días (la inversión más productiva para cualquier sociedad). Se necesita un cambio de chip radical para pasar del gasto social a la inversión productiva centrada en los ciudadanos. Sin esta última, el siglo XXI no será promisorio para la mayoría de los peruanos.