A la oposición al próximo gobierno de Pedro Castillo no le basta con existir, tiene que ganar legitimidad. Una oposición impopular sufre fácilmente los embates de medidas negligentes o autoritarias del Ejecutivo de turno. Lo vimos recientemente con la facilidad con la que el entonces presidente Martín Vizcarra logró que en el referéndum del 2018 se apruebe la no reelección de congresistas –una de sus peores herencias políticas– o con la que disolvió el Congreso 2016-2019 sin oposición significativa en las calles.
A partir del 28 de julio se debería constituir una oposición que tenga la altura para negociar en bien del país o que su protesta ante medidas erráticas de la nueva gestión sirva para cambiar de rumbo; en vez de ser tomadas como pataletas. Más aún ante un gobierno que se perfila caótico e improvisado antes que totalitario. Pero el pesimismo me invade ante los últimos intentos de dilatar la proclamación –con apelaciones a las actas de los JEE– anunciados por Fuerza Popular o la insistencia en un fraude que no han podido probar.
La baja aprobación de su estrategia debería haber quedado clara con la encuesta de junio de El Comercio-Ipsos que arrojó que el 65% desaprobaba el desempeño de Keiko Fujimori en la segunda vuelta, y que solo el 13% consideraba que hubo fraude en su contra.
A estas alturas, Fujimori no es víctima de los exabruptos de sus aliados. Su reciente anuncio de que no aceptará la proclamación de los resultados va en la misma línea de desconocer las consecuencias políticas de sus actos que nos llevó a la crisis de los últimos cinco años. En esa dirección va también lo dicho por el abogado Julio César Castiglioni –”[afectar la transición] no es mi tema”– o por el escritor Mario Vargas Llosa – “todo lo que se haga para frenar esa operación turbia […] está perfectamente justificado”–. Su oportunidad para cambiar de rumbo tiene fecha de caducidad pronto.
El primer ladrillo que la oposición debe colocar para construir su legitimidad es el reconocimiento del resultado electoral que, guste o no, es la voluntad popular. Para ello, Fujimori debería retroceder en su anuncio de desconocer la proclamación; y si no lo hiciera, el resto de sus actuales aliados deberían desmarcarse.
Este paso no es para fortalecer el gobierno de Castillo. Es para proteger a los peruanos haciendo que a esa gestión le sea más difícil arremeter contra una oposición que cuente con respaldo popular cuando hagan control político. Esta semana, el silencio ante la represión policial y las excusas ante la precariedad que viven los cubanos por parte de Castillo y de buena parte de la izquierda peruana ilustran bien la capacidad que tendrán para estirar sus argumentos de defensa.
De no poner ese ladrillo, lo que nos espera por delante es un período más polarizado que lo vivido en los últimos años. Y no solo será culpa de una de las partes.
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