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El cuerpo de Violeta
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El cuerpo de Violeta

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Hace exactamente una semana, en San José, Costa Rica, falleció Violeta Barrios de Chamorro, expresidenta de Nicaragua. Fue muchas cosas, demasiadas como para ponerlas en un artículo, a lo largo de los 95 años que vivió. Pero quizás la mejor manera de definirla sea diciendo que simbolizó la democracia en un país que en los últimos cien años ha oscilado entre dos dictaduras, igual de cruentas y sanguinarias: la de los Somoza y la de los Ortega.

A la primera de ellas, la somocista, se le opuso valientemente su esposo, el periodista Pedro Joaquín Chamorro, desde las páginas del diario “La Prensa”, hasta que en enero de 1978 los sicarios del régimen le cobraron su rebeldía en la forma de tres balazos de escopeta calibre 12 milímetros, en un asesinato que, según muchos analistas, marcó el inicio del final de la dictadura. A la segunda, la sandinista, le plantó cara ella misma: fue una de las primeras que se apartó del movimiento a los pocos meses de haberse integrado en él (por los peligros que detectó en sus recetas socialistas) y en 1990 consiguió vencer a su líder máximo, Daniel Ortega, en las urnas. Hasta su muerte, además, Violeta y sus hijos fueron una piedra en el zapato del tirano nicaragüense, que emprendió contra ellos una verdadera cacería: arrestos, deportaciones, confiscaciones y la censura del diario familiar.

Su muerte, coincidentemente, ocurre en un momento en el que aquello por lo que lucharon ella y su esposo ya no existe. Luego de años de sofocar protestas a balazos –organizaciones de derechos humanos cifran en más de 350 los asesinados por el régimen desde el 2018, y estos son los números más conservadores–, el último enero Nicaragua estrenó una nueva Constitución confeccionada a la medida de los intereses de Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo. Se trata de un texto legal que ni siquiera se esfuerza en parecer democrático: subyuga todas las instituciones al Ejecutivo, le da al mandatario la posibilidad de nombrar a cuantos vicepresidentes se le antoje (sin consultarlo con la ciudadanía) y reconoce a los colectivos armados de la dictadura como “policía voluntaria”, entre otras aberraciones.

Para llegar a este punto, Ortega no solo pasó por encima de los cuerpos de cientos de sus conciudadanos (muchos de ellos, jóvenes universitarios), sino que se encargó de liquidar a la disidencia utilizando todos los medios que su creatividad podía proveerle. Uno de ellos, quizás el más rocambolesco, fue convertir en apátridas a 222 nicaragüenses a los que despojó de la ciudadanía, declaró “traidores a la patria” y embarcó en un avión con destino a los Estados Unidos, bajo advertencia de que no volvieran al país. Unos días después, el régimen extendió esta medida a otras personas que ya se encontraban en el exilio, a las que repentinamente se les notificó que ya no eran más ciudadanos de Nicaragua.

A quienes no asesinó, apresó, torturó o deportó, la dictadura obligó a emigrar. Se calcula que, desde el 2018 hasta hoy, unos 800.000 nicaragüenses cruzaron las fronteras, preocupados por el recrudecimiento de la represión, principalmente hacia Estados Unidos y Costa Rica. Y en sus destinos tampoco han encontrado la tranquilidad que anhelaban. En el primero de ellos, las políticas migratorias de Donald Trump han generado preocupación por la posibilidad de que sean devueltos a los brazos del sandinismo. Y, en el segundo, se han registrado ataques contra opositores exiliados; el último de ellos, el mayor en retiro Roberto Samcam, quien fue abaleado hace dos días por un sicario en su casa en San José, en un homicidio en el que muchos ven detrás la mano de Ortega. Según un recuento de “La Prensa”, desde el 2018, al menos nueve nicaragüenses exiliados en Costa Rica han sufrido atentados, tres de ellos letales.

Es por todo ello que la familia de Violeta ha decidido que sus restos descansen, por el momento, en suelo costarricense, “hasta que Nicaragua vuelva a ser República, y su legado patriótico pueda ser honrado en un país libre y democrático”. Una decisión coherente, pero dolorosa, que debería recordarnos que en Centroamérica una nación asfixiada por un tirano y sus secuaces lleva años luchando por recuperar su libertad, a veces en solitario y ante la indiferencia de la región.

Ojalá que, más temprano que tarde, Nicaragua vuelva a ser una democracia. Y que el cuerpo de Violeta pueda volver a aquel país al que tanto amó y por el que hizo tanto.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

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