El 16 de noviembre pasado, el Congreso aprobó con 93 votos, en una primera votación que debe ser ratificada en la próxima legislatura ordinaria, el retorno a un sistema bicameral. El proyecto aprobado fue sometido originalmente a votación en julio del año pasado, cuando Patricia Juárez ejercía la presidencia de la Comisión de Constitución, y fue sometido nuevamente a votación en junio de este año, cuando Hernando Guerra-García ejercía ese cargo, obteniendo 86 votos, uno menos que el número necesario para ser aprobado en dos legislaturas sin pasar por referéndum.
Si uno compara los proyectos en debate a lo largo de las legislaturas, podría decir que el proyecto aprobado es una versión mejorada respecto de las propuestas iniciales, que contenían artículos que despertaban suspicacias y que ya no están, como, por ejemplo, otorgar a los diputados el poder de acusar ante el Senado, por infracción a la Constitución, al presidente del Banco Central de Reserva (BCR), al superintendente de la SBS, a los miembros del Jurado Nacional de Elecciones (JNE) y a los jefes de la ONPE y el Reniec (artículo 99), o elevar de dos a tres las censuras o negaciones de confianza a los Consejos de Ministros para poder disolver la Cámara de Diputados (artículo 134). Es cierto que también se mantienen vacíos de la versión original, que no abordan con la precisión requerida temas como qué hacer frente a eventuales conflictos entre las dos cámaras o entre el Congreso y el Ejecutivo. Pero, en general, podría decirse que se trata de una propuesta positiva y que es un avance respecto de lo que hoy tenemos.
Pero también es cierto que estamos ante un Congreso con mucha menor legitimidad política que hace un año y que impondría en dos legislaturas, sin pasar por referéndum, la vuelta a la bicameralidad, que fue rechazada en el referéndum del 9 de diciembre del 2018. No hay que ser ingenuos: detrás de los 93 votos no ha habido sesudas discusiones sobre los efectos que tendría el proyecto aprobado sobre la gobernabilidad democrática, sino el cálculo de que, habilitada la reelección (decisión con la que estoy de acuerdo) y teniendo más parlamentarios (pasaríamos de los actuales 130 a 190, aunque con un límite de gasto del 0,6% del Presupuesto General de la República), las posibilidades de seguir en el juego político para los parlamentarios serían mayores.
Si bien la vuelta al bicameralismo goza de un relativamente amplio consenso y respaldo académico y entre la élite política, se trata de una reforma nada fácil de explicar y de generar una amplia aprobación ciudadana. Como ha sido dicho por muchos, contar con dos cámaras ayudará un poco a limitar la aprobación de leyes “sorpresa” que se aprueban sin mayor debate. Es una suerte de barrera de contención, que, por ejemplo, ayudaría ahora a hacer más pausado el proceso de acusación por infracción de la Constitución contra los miembros de la Junta Nacional de Justicia (JNJ). Aunque también es correcto señalar que el futuro Senado tendrá mucho poder y muchas atribuciones, como el nombramiento de funcionarios claves, como el defensor del Pueblo o los miembros del Tribunal Constitucional (TC).
Pero la objeción más de fondo a la vuelta al bicameralismo es que, sin una reforma a fondo de los partidos políticos, en particular de sus mecanismos de selección de candidaturas, lo más probable es que tengamos en el futuro parlamentarios iguales a los que hoy rechazamos. Esto no necesariamente porque los electores elijan malos representantes, sino porque la elección se limita a una oferta pobre de partidos que han devenido vientres de alquiler de intereses particulares, elegidos en asambleas de delegados amañadas por las cúpulas dirigenciales. Por ello, abrir la selección de candidaturas de los partidos a la participación ciudadana sería al menos un paso en la dirección de limitar la multiplicación de candidaturas sin respaldo ciudadano. Aprobar la bicameralidad y eliminar la participación ciudadana en la selección de candidatos sería una combinación muy peligrosa.