(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Gonzalo Portocarrero

La tesis que voy a sostener en las líneas siguientes es que la aceleración de la vida viene a significar una huida de la muerte. Esto quiere decir que, en vez de ratificarnos en la perspectiva de una vida calmada y disfrutable, nos dejamos llevar por la presión ideológica y social que nos instala en una ansiedad productivista en la que lo único importante es el rendimiento de nuestra existencia medido, sobre todo, por el capital social –esto es, la riqueza y la influencia– que vayamos logrando.

Este mandato hacia el éxito es la base de la sociedad moderna. Implica una actitud de aceleración permanente del ritmo de vida; hacer más en menos tiempo. Bajo este prisma, hacer menos y estar contento es algo repudiable. Y, al mismo tiempo, muy difícil, pues en los momentos de ausencia de frenesí surge una desesperación que nos impulsa hacia una voracidad autodestructiva (como lo demuestran los casos de la gula, el machismo o las ansias de poder y prestigio). Lo contradictorio de todo este asunto es que, por culpa de la robotización, las posibilidades de hallar un trabajo “productivo” y estable van desapareciendo, de modo que cada vez tenemos una mayor producción con menores precios. Esto va abriendo una brecha cada vez más grande entre, por un lado, el crecimiento de la capacidad productiva, y, por el otro, el retroceso del consumo, pues el mercado empieza a reducirse conforme el desempleo crece.

Las únicas soluciones son la disminución de la jornada laboral o el aumento de las remuneraciones. Así, podría crecer el empleo a la par de los ingresos de los consumidores. Es decir, el crecimiento de la demanda y del mercado podría continuar estimulando el incremento de la producción. Creo que mucho de esto se viene registrando en el surgimiento de las industrias (re)creativas. Es el caso de la producción audiovisual que nutre las pantallas de la televisión y del cine, y que permite que la gente permanezca entretenida.

El principio del cine de entretenimiento es presentar una narrativa tan bien urdida para que el espectador no tenga tiempo de pensar. Las intrigas se suceden sin pausa de manera que apenas logramos conocer algo para entrar, pocos segundos después, a otra incertidumbre que alimentará nuestra curiosidad y avidez. En este aspecto, la destreza de los actores y la sofisticación de los efectos especiales son claves para producir escenas convincentes. No en vano la sexta entrega de “Misión imposible” ha roto los récords de taquilla en su primer mes de estreno mundial. El 96% de los espectadores se declaró muy satisfecho con la película (Google).

La narrativa del filme es bastante sencilla, pero a la vez efectiva. Es la lucha del mal contra el bien. Las ideas y los comportamientos sádicos pretenden apoderarse del mundo bajo la promesa de que la decadencia de la humanidad es culpa de la falta de rigor y de la complacencia excesiva. Por ello, plantean que solo desde el sufrimiento podrá haber una renovación alegre de la vida. Entonces, el plan consiste en lanzar una serie de bombas de plutonio que destruyan una parte de la humanidad para que así el resto pueda valorar lo que tiene. A este grupo de cultores de la muerte se les opone quienes pretenden defender la vida, que están encabezados por Tom Cruise –cuya actuación le costó dos huesos rotos–. No deja de sorprender que el papel protagónico de una película de acción pertenezca a un hombre maduro que, a los 55 años, vuelve a filmar escenas muy riesgosas.

El mal y sus rostros –el fanatismo, la crueldad y la estupidez–, aunque tienen la iniciativa en la película, no podrán ganar la batalla final. Sin embargo, tampoco desaparecerán, pues seguirán por allí, concentrando sus fuerzas para el siguiente ataque.

Se me hace difícil imaginar otra película donde el ritmo de los acontecimientos sea más veloz. Durante 150 minutos nos hallamos fascinados por la lucha entre las fuerzas del mal, terriblemente eficaces, y las desprolijas fuerzas del bien, que logran imponerse gracias a la solidaridad entre sus miembros. Pero el punto al que quiero llegar es que estos filmes no hacen sino acelerar el flujo emocional de los espectadores, alejándolos de cualquier perspectiva mínimamente reflexiva y, por lo tanto, con algún potencial liberador o alguna reflexión fértil sobre la manera más generosa de vivir la vida. Sabiendo el tipo de narrativas a las que están acostumbrados los jóvenes de ahora regreso con miedo a mis labores docentes.