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Dina frente a la humanidad
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“Sentí un orgullo profundo porque vi a una mujer peruana hablándole a la humanidad”, señaló sin un ápice de amor propio el embajador Gustavo Adrianzén, respecto al patético papel desempeñado por Dina Boluarte en su visita a la esclerótica Organización de las Naciones Unidas. Esta ficción de lo femenino peruano “al pie del orbe” vallejiano es no solo la prueba contundente de la megalomanía y sobonería extrema que domina cada recodo del decrépito Estado prebendario que hoy dirige una “mujer andina”, sino la expresión tangible de la mediocridad a la que hemos llegado como república de cara a un mundo incierto. Lo que vimos en la ONU fue a una mujer autoritaria, que no respetó los tiempos que se le otorgaron, y que, con esa risa irónica que la caracteriza, dio paso a la ceremonia de reventarse cohetes a diestra y siniestra. Su objetivo: convencer a un público, obviamente aburrido, de que ella era la salvadora de una civilización compleja, rica, resiliente y milenaria. Mientras que, como bien sabemos, los mecanismos para mantener su corona de lata no son los caramelos, sino prebendas de todo tipo y, más recientemente, amnistías y adquisiciones militares para la guardia pretoriana que la mantiene en pie.

A pesar de que la ONU ha hecho poco para mitigar el infierno en el que viven millones de mujeres y niños alrededor del mundo, algunos jefes de Estado de diversas ideologías, entre ellos el rey Felipe VI de España o el presidente Gabriel Boric, se refirieron a la galopante deshumanización, para la cual ya no existen palabras, en el caso específico de Gaza, Ucrania, Uganda o el sangrante Haití. En el interín de una urgente y necesaria conversación “ante la humanidad”, Boluarte armó su puesto de mercado en pleno corazón de Manhattan para vender al Perú al mejor postor. No hay más que ver la casi guiñada de ojos al potencial caserito Donald Trump señalándole, coquetamente, una canasta de mercado donde tenía, envuelto en papel periódico, otro puerto peruano esperando por un comprador que, como bien sabemos, solo adquiere gangas.

Y es que, cuando una misión diplomática decide entrar al mercado para competir solamente por la clientela –que cada vez es más sinvergüenza y rapaz–, sin pensar en proyectos geopolíticos y culturales a largo plazo, estamos en serios problemas, porque simplemente ese no fue el horizonte original de quienes fundaron y modernizaron Torre Tagle. La cancillería de la república del Perú, dignificada por un puñado de patriotas, como fue el caso de Carlos García Bedoya, su maestro Raúl Porras y el último Jedi, José Antonio García Belaunde, no solo un amigo entrañable sino mi consejero cuando representé al Perú en Dublín, estableció un rumbo teórico, además de práctico, para la nación diversa y maravillosa que tanto amaron.

No hay más que recordar la valentía del embajador Porras en Punta del Este, donde no fue a vender nada, sino a dar una lección de dignidad y solidaridad peruana, o ese extraordinario texto de su discípulo, el embajador García Bedoya, editado por su, también, pupilo el embajador García Belaunde, gran artífice, junto con su equipo, del triunfo peruano en La Haya. El pináculo de nuestra tradición diplomática, que tiene en la compilación de los límites el fundamento de nuestra integridad territorial, ahora en peligro.

Luego de ver el rumbo mercachiflero de la administración Boluarte, una descendiente más bien mediocre de los caudillos oportunistas, desleales, ignorantes y taimados que organizaron a balazos el Estado Peruano –e incluso contaminaron a la cancillería con el apestoso guano–, me queda clara la razón de su negativa a honrar la memoria de José Faustino Sánchez Carrión. En vísperas de la aparente firma del decreto que debía celebrar los 200 años del fallecimiento, en Lurín, del hombre que llevó, con honor y patriotismo, la logística de la guerra independentista, el boluartismo dio marcha atrás y apostó por la política del bazar al aire libre, ejemplificada en Nueva York.

Sin embargo, como muy bien lo señaló el Premio Nobel de Química Ilya Prigogine, en los tránsitos complejos, el caos –y, acá añado el horror, porque no hay más que ver la cara de ‘El Monstruo’ para preguntarnos en qué nos equivocamos– puede llevar a islas desde donde surgirán nuevas y potentes estructuras. Espero que en una de esas islas, una niña peruana esté estudiando para ser, en el futuro, la presidenta que le hable al mundo de nuestro extraordinario legado cultural y de nuestra valiente y diversa humanidad.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carmen McEvoy es historiadora

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