Nuestro país vive una dinámica de aguda polarización política entre las élites, en medio de una gran desconfianza e indiferencia de la ciudadanía. En las últimas semanas, esta polarización se expresa alrededor de la evaluación de los alcances de la corrupción al interior del gobierno de Pedro Castillo y de qué debería hacerse al respecto.
En los extremos, unos consideran que, al tratarse de una organización criminal enquistada en el poder, lo que corresponde es encontrar la fórmula legal más accesible para sacar al presidente Castillo del cargo; mientras que otros consideran que el presidente enfrenta una ofensiva golpista, encabezada por sectores reaccionarios, por lo que corresponde defenderlo cerradamente. Todo esto ocurre en medio de un 65% que desaprueba la gestión del gobierno de Castillo, que también desaprueba al Congreso de mayoría opositora en un 78% (encuesta de octubre del Instituto de Estudios Peruanos), y de un 60% que considera que lo más conveniente para el país sería la realización de nuevas elecciones generales. Es más, podría decirse que la indiferencia y el rechazo ciudadano son directa consecuencia de ver un escenario en el que, de un lado, está un grupo de derecha extremista que desde el inicio de la gestión de Castillo se planteó sacarlo del gobierno a como diera lugar y llegar al poder por una vía no electoral y, del otro, a un grupo de oportunistas, incompetentes y corruptos en los más altos niveles del gobierno, que solo quieren aprovecharse del poder mientras les dure.
Debemos construir un consenso como país alrededor de respetar las reglas del juego democrático, el orden constitucional y, cómo no, el combate decidido contra la corrupción. Para esto, hay que empezar mirando los conflictos políticos como tales; las reglas democráticas encauzan la pugna entre Gobierno y oposición, de allí que un principio central en los sistemas presidencialistas sea defender el mandato fijo del presidente electo por voto popular. Si no existiera ese principio, la oposición destituiría a los presidentes bajo cualquier pretexto, acusándolos de incompetentes o de corruptos (razones no faltan, lamentablemente). No debería sorprendernos que los estados representados en la OEA, de izquierda y de derecha, hayan decidido “expresar su solidaridad y respaldo al gobierno democráticamente electo de la República del Perú, así como a la preservación de la institucionalidad democrática”. Todos intuyen que, si se les aplicaran algunos de los estándares que maneja la oposición en nuestro país, probablemente todos sus gobiernos caerían, más en contextos de creciente confrontación como los que vivimos.
Además, el Perú es visto como un país en el que el Congreso ha abusado de sus funciones de control y fiscalización, al punto de que los expresidentes caídos, Pedro Pablo Kuczynski y Martín Vizcarra, aún no enfrentan acusaciones fiscales concretas; y en el que la judicialización de la política ha pasado los niveles de lo razonable. La reciente denuncia constitucional de la fiscal de la Nación es muy eficaz para demostrar la corrupción en el entorno político y familiar del presidente Castillo, pero no la participación directa de este. Además, trasladar decisiones que les corresponde tomar a los políticos hacia fiscales, jueces y tribunales es abrir una caja de Pandora de consecuencias imprevisibles. También desde afuera se percibe que el Congreso, los medios de comunicación y la fiscalía gozan de una gran autonomía frente a un gobierno más bien débil, y están cumpliendo una función de control, denuncia y fiscalización frente a las tropelías desde el poder. El Perú está muy lejos de Nicaragua, por así decirlo. Estos controles deben fortalecerse, pero con responsabilidad, porque todo exceso fortalece la estrategia de victimización del Gobierno.
Inesperadamente, el recurso gubernamental de buscar el apoyo de la OEA como respuesta a la denuncia de la fiscalía podría abrir espacio para una salida razonable al entrampamiento en el que estamos. Todo depende de cuán en serio se tome su trabajo la misión de la OEA y de la respuesta de nuestra representación política.