Seamos honestos. Mientras mucha de la izquierda peruana es condescendiente con las trapacerías de sus homólogos ideológicos dentro del Perú y en el extranjero, una buena parte de la derecha local tiene mucha agua tibia en reserva para el sentenciado expresidente Alberto Fujimori.
Y es claro que el régimen de Fujimori genera múltiples y contradictorios sentimientos en la ciudadanía. Nunca faltarán personas que salgan a las calles para, por ejemplo, protestar contra la reanimación, por el TC, del indulto que PPK le concedió al exmandatario en el 2017. Pero en las últimas tres elecciones tampoco han faltado votos para llevar a Keiko Fujimori a la segunda vuelta y para pintar decenas de curules de naranja en el Parlamento. En las últimas décadas, el fujimorismo se ha mantenido cómodo entre la anuencia y la resistencia de los peruanos.
En los comicios del 2021 las circunstancias llevaron a que la ex primera dama de Alberto se enfrentase a la pésima opción de Pedro Castillo en el balotaje. La situación dividió al país y parece haber distorsionado permanentemente los escrúpulos de muchos, siempre que se le pueda dar la contra al rival. Así, en los últimos días, algunos presuntos liberales no solo han defendido un indulto que tuvo muchas irregularidades, sino que también han dado batalla a favor del régimen noventero.
Pero una cosa es ver en Keiko Fujimori un último recurso en una elección imposible y otra muy distinta ponerse la camiseta naranja.
No se puede ser un defensor de la democracia, la libertad y el Estado de derecho mientras se es un apologeta de Fujimori, que trapeó el piso con las instituciones y con la banda presidencial. No se puede, tampoco, alertar con algo de coherencia sobre el asalto al Estado por este Gobierno sin considerar el desmantelamiento del sector público perpetrado por quien prometió “honradez, tecnología y trabajo” en 1990. En aquel entonces el Ejecutivo enterró sus manos en el Poder Judicial, la fiscalía, el TC, las autoridades electorales y hasta en las conciencias de múltiples parlamentarios para torcerlos a su voluntad.
Ningún demócrata y patriota podría quedarse sin repudiar a un sujeto que disolvió el Congreso y más adelante renunció a la jefatura del Estado por fax desde un país (Japón) del que luego buscó ser senador desde Chile para evitar su extradición.
Al mismo tiempo, más allá de las enfermedades, la edad y las apelaciones a la misericordia, nadie debería sentirse cómodo al ver salir de prisión a un hombre que ha sido condenado a seis años de cárcel por ordenar a un militar a que suplante a un fiscal, a 25 años por las matanzas de La Cantuta y Barrios Altos, a siete años y medio por el pago de US$15 millones de CTS a Vladimiro Montesinos y a seis años por peculado. Y más allá de las opiniones que se tengan sobre estos procesos, lo cierto es que la justicia alcanzó un veredicto luego de cumplir con el debido proceso y encontró culpable al expresidente.
El fallo del TC también tiene que ser acatado, pero las dudas sobre cómo se concedió la gracia persisten: se sabe que fue un acto más político que humanitario (salvó a PPK de la vacancia) y el proceso estuvo plagado de incongruencias.
Con todo esto, ¿hay argumentos a favor de Fujimori? Que la vesania terrorista haya sido frenada durante su Gobierno puede ser uno de ellos. También lo es la consolidación de un buen modelo económico que ha permitido que el país crezca y deje atrás fórmulas estatistas inservibles y empobrecedoras. Pero lo bueno no quita lo malo. De hecho, hacer el bien es una obligación de todo gobierno. Usar el cargo para el mal, por otro lado, es traicionar al país. Y ese fue el ritmo del ‘Chino’.
Contenido sugerido
Contenido GEC