Entiendo que el conlleva sus riesgos y que puede prestarse con facilidad a que se tome el camino de las percepciones equivocadas. Pero me veo convencido de que, en la actual encrucijada en la cual nos hallamos los , estamos realmente ante la creciente expectativa de lo que revela la calle.

Resulta difícil suponer que exista algo que no tenga fundamento concreto al palpar el hervor que se percibe en cualquier región del país. Basta recorrerlo para darse cuenta de que la gente clama a gritos por dos cosas entre tantas muchas: por una recuperación inmediata del rumbo económico y, atado a ello, por lo que significa la esperanza del regreso de tantos seres queridos arrojados a buscar otro futuro fuera de nuestras fronteras.

Cualquiera de mis lejanos lectores daría por entendido que ni lo uno ni lo otro será posible hasta tanto no seamos capaces de ponerle fin, por la vía electoral, a tanta incuria y abandono. Pero al mismo tiempo existe algo que me gustaría precisar.

Provengo de una pequeña ciudad del centro del país. He sido testigo de numerosas presidenciales celebradas generalmente en buena lid. He visto líderes ir y venir, así como he visto partidos políticos surgir y decaer por decisión de los propios electores. He visto presidentes que han respondido a las más distintas orientaciones ideológicas y que, llegado el momento, han dejado el poder dando cuenta así de su respeto por las libertades democráticas. En todo ese tiempo, lo único que ha permanecido inalterable es el carácter del venezolano: un pueblo cuya cultura electoral, resultado de un aprendizaje histórico, está implantada en lo más hondo de su ADN.

Hoy celebro este como el mejor capítulo que hasta ahora haya tenido la oposición, unida dentro de la ruta electoral con una claridad absoluta de propósitos, sin dejar amilanarse por la confusión interesada ni, mucho menos, dando pasos dictados por el apuro. Júzguese si no por el hecho de que el gobierno haya borrado hasta el recuerdo de lo que alguna vez fue capaz de hacer, hasta el último momento, por minar el ánimo de quienes han querido enfrentarlo de manera organizada.

Mi lectoría peruana se preguntará si tiene sentido participar en unas elecciones tan desventajosas y esperar ganarlas. La respuesta, no obstante, salta a la vista: nunca, como ahora, el oficialismo se había visto ante niveles tan bajos de aceptación popular. Ello, y en tanto que al mismo tiempo se cumplan con las garantías mínimas respecto de la fidelidad de los resultados, es lo que conducirá a una victoria imposible de burlar.

Cuando hablo de esa cultura electoral tan inserta en nuestro tejido incluyo a quienes en algún momento apoyaron al oficialismo o a los que, por la razón que fuere, aún lo hagan. Están en su perfecta libertad democrática. Pero, asimismo, sé que existen muchos simpatizantes ‘obligados’ que, a la hora de verse a solas ante la máquina de votación, elegirán una opción distinta a este gobierno intimidador y chantajista. Darán, junto con el resto de nosotros, el primero de los muchos pasos que sean necesarios para reencontrarnos dentro de una venezolanidad sin odios ni rencores.

Vuelvo a lo de mi optimismo inicial en medio de esta encrucijada. Otras elecciones, y por suerte las menos en la historia venezolana, se han celebrado en un ambiente de terror. Pero por mucho que en momentos así hubo quienes embrollaron las cartas lo suficiente para confundir al electorado, pocas veces pudieron salir librados de tan grueso error. Fue su canto de cisne. Y así confío que sea esta vez.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Edmundo González Urrutia es candidato presidencial de Venezuela

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