En menos de un mes tendrá lugar el referéndum sobre las reformas constitucionales propuestas por el presidente Vizcarra. Con el tiempo en contra, es probable que la preocupación por la desinformación ciudadana aumente. De acuerdo con una encuesta del Instituto de Estudios Peruanos realizada en octubre, por ejemplo, solo el 27% de ciudadanos se sentía “algo informado” sobre el proyecto de reforma del CNM, mientras que 4% se sentía “muy informado” al respecto. No es, sin embargo, en el sector de la población que llega a una fecha electoral sin saber el asunto en el que me quiero detener ahora, sino precisamente en el que asegura sí conocer de qué se tratan las propuestas.
¿Qué estamos entendiendo los ciudadanos cuando decimos, y pensamos, que estamos informados de algo? ¿Nos referimos a que sabemos que se busca reformar el CNM? ¿Que conocemos qué es lo que va a cambiar? ¿Que creemos que la manera de conformar la comisión especial a cargo del concurso público de méritos y las demás propuestas específicas serán efectivas? La raíz de estas dudas parece estar en la vaguedad de la palabra ‘información’. Una vaguedad en la que, paradójicamente, también se encuentra su utilidad. El filósofo y experto en inteligencia artificial Pieter Adriaans dice sobre la información que “en nuestra sociedad, en la que exploramos la realidad por medio de instrumentos e instalaciones cada vez más complejos y nos comunicamos a través de medios más avanzados, es útil tener un sustantivo masivo y abstracto para todas las cosas que se crean por esos instrumentos y que fluyen a través de los medios”.
La racionalidad detrás de no gastar mucho tiempo y esfuerzo en informar nuestro voto ya ha sido estudiada desde la ciencia política. Después de todo, si sabemos que el nuestro será uno entre millones, ¿qué sentido tiene dedicar recursos a nuestra decisión? El problema con esta lógica, por supuesto, es que lo que puede tener sentido a nivel individual se vuelve más cuestionable a nivel agregado. ¿Es correcto decir entonces que la mayoría, en un sentido fundamental, ha decidido? Es decir, ¿es cierto que el resultado de las urnas coincide con lo que esa misma mayoría elegiría si tuviera tiempo, posibilidad y voluntad de analizar toda la información relevante para tomar su decisión? ¿No es eso lo que buscamos cuando hablamos de democracia?
James Fishkin lidera el Center for Deliberative Democracy (Centro para la Democracia Deliberativa) en la Universidad de Stanford. Para que los ciudadanos tengan un real poder de decisión, dice, tienen que existir cuatro elementos: igualdad de participación en las elecciones, alternativas distintas entre las cuales escoger, impacto real de las decisiones y deliberación. Es en este último aspecto en el que se centra su más reciente libro, “Democracy When the People Are Thinking” (Democracia cuando los ciudadanos están pensando). Allí, explora alternativas para que las personas estén realmente motivadas para evaluar –basadas en información adecuada– las opciones que compiten entre sí.
El mecanismo más estudiado por Fishkin es el de las ‘deliberative polls’ (encuestas deliberativas), una metodología que ya se ha aplicado en más de 25 países. Primero, los organizadores seleccionan una muestra representativa de la población, elegida al azar. Una parte de esos individuos se reúne en un evento, en el que recibe información objetiva sobre el asunto, participa en discusiones en pequeños grupos y cuenta con acceso a las opiniones de expertos discordantes. La experiencia ha demostrado que los participantes no solo tienen, como era de esperar, un mayor conocimiento del tema al terminar el encuentro, sino que, muchas veces, cambian sus opiniones de manera significativa. Van dos ejemplos que podrían resonar con el Perú. En Butaleja, Uganda, luego de la deliberación, el porcentaje de personas a favor de rezonificar un área peligrosa como no habitable aumentó de 46% a 67%. En Mongolia, el apoyo a la idea de tener dos cámaras se redujo de 63% al 32%, conforme bajó la percepción de los participantes de que la cámara alta pudiera supervisar eficazmente a la baja.
La idea no es, por supuesto, que estos eventos más reducidos reemplacen las elecciones ni los sistemas de decisión. Pero sí podemos preguntarnos cómo incorporar deliberación en nuestra democracia. En Mongolia, por ejemplo, los legisladores, enfrentados a los resultados de las encuestas, optaron por dejar de lado la idea de la bicameralidad.
Además de servir para determinar la agenda de propuestas por considerar, las encuestas deliberativas pueden ayudar a entender las prioridades de gasto de una población o servir para que pedidos ciudadanos tengan mayor impacto en el gobierno. Y si la información y el resultado de estos eventos son compartidos en medios masivos, pueden ser una herramienta para mejorar el debate entre ciudadanos como preparación para las elecciones. Se trata, en fin, de encontrar maneras en las que las personas puedan tener las mejores herramientas para tomar lo que ellas crean la decisión correcta.