La ausencia de cultura y de sentido de ciudadanía se debe en parte a ciertas actitudes o comportamientos que tenemos muy arraigados en el Perú y que se manifiestan de formas muy perniciosas en la cotidianidad, aunque no lo percibamos así necesariamente.

Una es la predisposición a desconfiar de otro peruano en lugar de darle el beneficio de la duda, un vicio sistémico que impide que tanto la democracia como el mercado puedan funcionar adecuadamente.

Otra es la idealización de “Pepe, el vivo”, vale decir, el estereotipo de peruano ventajista y desalmado que siempre antepone sus intereses a los de los demás y encuentra la manera de salirse con la suya sin importar a cuánta gente victimiza o cuántas reglas rompe en el camino. Por definición, no podríamos ser todos “Pepe, el vivo”, pero si lo intentamos, el resultado será, nuevamente, una sociedad en la que todos operamos en modo defensivo y nadie se atreve a confiar en los demás.

Hoy quisiera detenerme, sin embargo, en otro paradigma que es particularmente erosionador de la democracia. Me refiero a aquella máxima que dice “a mis amigos, todo; a mis enemigos, la ley”, cuya versión primigenia le atribuyen algunos al mexicano Benito Juárez.

Esta frase ilustra el fracaso del Estado de derecho en países como el nuestro. Si quien está en el poder puede elegir discrecionalmente a quién se le aplica la ley y a quién no, lo que tenemos es algo muy distinto a una democracia plena, quizá una variante más o menos camuflada de algún tipo de autoritarismo.

El problema para quien instrumentaliza el Estado de derecho para ponerlo al servicio de sus amigos y convertirlo en la espada de Damocles de sus enemigos es que el poder indefectiblemente cambia de manos, si la democracia mantiene cuando menos su característica de garantizar elecciones periódicas.

Y cuando eso ocurre, los esquemas legales creados para debilitar o censurar al “enemigo” percibido pasarán a engrosar la batería de recursos que ese mismo “enemigo” –ahora con sangre en el ojo– va a utilizar para cobrar venganza.

Si todos asumimos que lo esperable en quien detenta en el poder es poner al sistema legal al servicio de la persecución de sus enemigos, lo que tendremos es una profecía autocumplida: todos lo van a hacer cuando les toque.

Tal miopía, aunada la ausencia de genuinas convicciones liberales, es lo que ha sustentado, me temo, una regulación tan controlista, censora y fácilmente sometible a intereses antidemocráticos como la que ha aprobado esta semana el respecto de las ONG, arropada engañosamente como un mero intento de “más transparencia”.

La razón por la cual muchos no perciben esta ley como un riesgo es porque tienen tan fuertemente internalizado el criterio de “a mis amigos, todo; a mis enemigos, la ley”, que solo contemplan el escenario en el que esta regulación sea utilizada para acallar a “sus” enemigos.

Pero si el poder cambiase de manos, como lo hará invariablemente, y fuese un gobierno distinto al que tenemos hoy –digamos, uno con una posición fuertemente antiinversión privada– el que tuviese a la mano esta misma ley como opción para castigar a quien considere “su” enemigo, la epifanía que tendrán quienes ahora celebran lo aprobado por el Congreso es que estarán expuestos como potenciales víctimas del mecanismo arbitrario que ellos mismos contribuyeron a crear.

Y ahí se mirarán entre ellos reconociéndose vulnerables y se preguntarán: ¿quién nos robó el Estado de derecho?

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Augusto Townsend Klinge es Fundador de Comité y cofundador de Recambio

Contenido Sugerido

Contenido GEC