(Foto: Agencias)
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Carmen McEvoy

La notable actuación de Frances McDormand, en el papel de una madre buscando justicia para su hija violada y asesinada, fue merecedora de un segundo Óscar de la academia. La violencia, soterrada y abierta, de Mildred Hayes cuyo objetivo es aterrorizar a todo el Departamento de Policía de Ebbing (una ciudad ficticia de Misuri) por su desidia en investigar el crimen cometido, nos interpela como sociedad. La rabia y el dolor que McDormand expresa de manera magistral no pasan por alto las complejidades de una mujer que se niega a aceptar la muerte de su hija, pero también prepara cocteles molotov e incluso reconoce sus carencias maternales.

Algunos recordarán a McDormand en su papel de Marge Gunderson –una policía de “Fargo” en su séptimo mes de embarazo– que es capaz de enfrentar a punta de inteligencia las argucias de una mente criminal. Labor que le permitirá reflexionar sobre el poder destructor del dinero y el verdadero valor de la vida que ella lleva en sus entrañas y celebra con humor en su difícil tarea policial. “Hay mucho más en la vida que el dinero”, subraya McDormand quien, veinte años después de esa notable actuación, se transformará en una suerte de vengadora. Una “vigilante” que con tres carteles a la salida de su pueblo les recuerda a sus habitantes sobre la falta de justicia que muchas mujeres sufren cotidianamente. Ello, además, del racismo y la brutalidad policial que existen e incluso se van arraigando en varias ciudades norteamericanas.

La falta de justicia para un crimen tan execrable y un dolor tan grande como la violación y asesinato de una hija no es una novedad en el Perú. Será por eso que la actuación de McDormand me conmovió tanto. Porque lo que ocurre en nuestro país, donde el ritmo de feminicidios y violaciones crece exponencialmente, recibe una atención efímera que en muchos casos es superficial y bastante sensacionalista. Esto a pesar de los estudios sobre el tema y de que el 67% de los peruanos entrevistados por Ipsos opine que la violencia sexual es el principal problema de las mujeres peruanas. No hay más que recordar el caso de Arlette Contreras cuyo maltrato vimos en vivo y en directo y cuyo verdugo, Adriano Pozo, fue absuelto por una interpretación insólita del Poder Judicial.

El dulce rostro de Jimena –torturada, violada y quemada por César Alva– pronto desaparecerá de nuestra memoria. A pesar de que existen responsables de que su victimario estuviera libre e incluso sirviendo de soplón en una comisaría. La sombra del olvido también caerá sobre la historia de Eva María, hace poco violada y luego estrangulada en Jicamarca, aparentemente, por Dimas Pablo Celestino. De solo 15 años, Evita, como la llamaba su padre, tenía sueños, entre ellos, ir a la universidad y convertirse en una gran artista.

Debido a que cada día aparece una historia más terrible que la anterior — pienso en los ómnibus desbarrancados cuyas víctimas no recordamos porque son tantas que sus nombres no aparecen en los periódicos— hemos normalizado el horror. Y si a ello se le añaden la ausencia de justicia (por error u omisión), los serios problemas de salud mental que atraviesa nuestra sociedad y la ausencia de políticas públicas dirigidas a atacar la violencia sexual, el panorama es desolador. En ese contexto, lo que queda es una toma de conciencia entre las mujeres que pensamos que hay muy poco que celebrar y, más bien, lo que se demanda es incrementar el activismo en servicio de las víctimas de la violencia sexual. Porque nadie recuerda a Eva y Jimena y mucho menos a los centenares de niñas atrapadas en los campamentos de Madre de Dios.

Al recibir el Óscar, McDormand agradeció a su clan familiar y luego pidió a las mujeres nominadas –en todas las categorías– que se le unieran en la celebración de un premio que compartía con ellas. Recordando, además, que todas estas mujeres tenían muchas historias que contar y solo requerían apoyo y solidaridad de los productores pero también de ellas mismas. Tal vez es el momento de que nuestras “celebraciones” como mujeres empiecen por casa ayudando, en nuestro caso, a cambiar la vida de las que sufren y nos siguen interpelando con su dolor.