Alberto Fujimori recibió un país inviable, asolado por la hiperinflación y un terrorismo que amenazaba con tomar el poder. Enfrentó ambos enemigos con decisión y eficacia. No solo hizo el ajuste que nadie se había atrevido a hacer, sino que cambió el modelo económico para inaugurar la etapa más larga de crecimiento acelerado y sostenido que, como sabemos, redujo la pobreza de un 60% al 20% en el 2019 y generó una nueva clase media emergente.
En ese sentido, su gran legado fue el capítulo económico de la Constitución de 1993, creación original peruana que es la envidia de otros países, con la libertad económica y la propiedad privada como ejes y un Banco Central de Reserva prohibido de prestarle dinero al Ejecutivo. Reconstruyó el Estado, que el estatismo anterior paradójicamente había destruido. Modernizó la recaudación de impuestos y creó islas de modernidad y meritocracia, al mismo tiempo que privatizó la gran mayoría de empresas estatizadas por Velasco. No terminó de hacerlo con Petro-Perú, y ahora estamos pagando las consecuencias.
Fujimori pudo hacer estas reformas liberales gracias al despliegue de un populismo político y tecnocrático basado en el ataque a la partidocracia (como Javier Milei a la “casta”) y en la conducción personal del desarrollo de los pueblos. Eso le sirvió, también, para derrotar a Sendero Luminoso, yendo personalmente a las comunidades para llevarles armas y medios de desarrollo a fin de que delataran y expulsaran a los senderistas.
El Perú, sin embargo, un país de escasas realizaciones colectivas, no ha podido capitalizar para su orgullo y acervo nacional esa estrategia inteligente y exitosa basada en la alianza con las comunidades, en la inteligencia policial para capturar a las cúpulas y en los juicios sin rostro, debido a que, por el contrario, Fujimori fue demonizado como violador de derechos humanos y sentenciado a 25 años sin prueba efectiva alguna, solo en virtud de un silogismo: si era presidente, tenía que haber ordenado o autorizado.
Por eso, el senderismo ganó a la postre la batalla moral. Fujimori ni siquiera había formado un partido para defender su narrativa. Esa demonización, sumada al rencor de las izquierdas desplazadas y al justo rechazo a su autoritarismo, fue el origen de un antifujimorismo visceral que, por ejemplo, impidió que Keiko Fujimori ganara las elecciones del 2016, pese a conseguir una mayoría absoluta en el Congreso que le hubiera permitido realizar reformas y avanzar. De haber gobernado ella no habríamos caído en la espiral de confrontaciones que nos llevaron hasta Pedro Castillo, aupado por el Movadef.
Fujimori debió ser procesado, más bien, por haber controlado instituciones y medios de comunicación para perpetuarse en el poder por medio de una segunda reelección. Allí ni siquiera podía alegar la grave situación nacional ni los impedimentos para gobernar que desembocaron en el autogolpe de 1992. Su talón de Aquiles fue Montesinos. Sin duda, no fue un demócrata. Pero, si se hubiese ido en el 2000, hubiese dejado una democracia fortalecida y hubiera podido regresar en olor de multitud en el 2005, con lo que el Perú sería hoy un país desarrollado.