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Hamas y Netanhayu: los enemigos perfectos
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Hamas y Netanhayu: los enemigos perfectos

Hamas y Netanhayu: los enemigos perfectos

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En una pomposa ceremonia en el balneario egipcio de Sharm El-Sheikh, el presidente Donald Trump se presentó —otra vez— como el arquitecto de una “paz histórica” en Medio Oriente. Rodeado de banderas y flanqueado por 29 jefes de Estado a los cuales se dirigía como si fueran sus alumnos de escuela, el mandatario proclamó haber logrado una paz duradera entre Israel y los palestinos, y cambiado el destino de la región. Más allá de todo el espectáculo, el documento firmado está muy lejos de ser un acuerdo de paz.

De los 20 puntos del documento, sólo cuatro han sido aprobados y ejecutados: un alto al fuego condicional, el retorno de los rehenes israelíes y prisioneros palestinos, el incremento de ayuda humanitaria, y la retirada de las fuerzas israelíes hacia un perímetro de seguridad (aún dentro de Gaza). Los demás, incluido el desarme total de Hamas, siguen sin ejecutarse y en calidad de aspiraciones optimistas.

Este punto es central y exige que Hamas se desmovilice, entregue sus armas, reconozca a Israel y renuncie a formar parte del futuro gobierno tecnocrático de Gaza que plantea el documento. En otras palabras, que se esfume voluntariamente. Hamas no ha mostrado intención alguna de rendirse, y el primer ministro Benjamín Netanyahu ya ha advertido —por supuesto en hebreo, no en inglés— que las operaciones militares aún no acaban y que, si no se cumple el desarme, Israel volverá a la guerra.

Israel tiene motivos para exigirlo. Tras el ataque del 7 de octubre y décadas de dedicarse a la violencia, Hamas perdió toda legitimidad para gobernar un territorio. Su régimen dictatorial ha mantenido a Gaza bajo una brutal opresión desde 2006, y su estrategia de provocación perpetua contra Israel ha costado más vidas palestinas que las que jamás ayudó a salvar. Además, es de esperar que la voluntad del más fuerte acabe imponiéndose sobre el perdedor.

Dentro del gobierno israelí, sin embargo, hay fracturas profundas que no ayudan a aclarar sus intenciones. La ultraderecha, encabezada por los ministros Smotrich y Ben Gvir, sueña con un “Gran Israel” sin presencia de árabes. El sector más moderado se limita a exigir la eliminación de Hamas. Netanyahu, cuya coalición depende de los extremistas, se inclina inevitablemente hacia ellos. Su supervivencia política le exige continuar la guerra hasta que la ultraderecha quede contenta, y esta justifica sus deseos de limpieza étnica con la presencia de Hamas.

En esta simbiosis del extremismo, Hamas y la ultraderecha israelí se necesitan mutuamente. El primero justifica su existencia por la amenaza de limpieza étnica; el segundo, por la necesidad de proteger a Israel de Hamas. Ninguno desea la paz, porque la paz implicaría coexistir con el enemigo y compartir un territorio que ambos quieren por completo.

Trump lo sabe; no es ingenuo. Entiende que Netanyahu y Hamas buscarán pretextos para romper el alto al fuego, y por eso está capitalizando el momento. Su puesta en escena busca presionar mediáticamente a ambos bandos para que se sientan obligados a terminar de resolver el conflicto y no hacerlo quedar mal. Sin embargo, la probabilidad de que el acuerdo se derrumbe en las semanas que vienen es alta, precisamente porque los remanentes de Hamas le darían la excusa perfecta a Netanyahu al rehusarse a dejar las armas. Trump sabe que, de darse aquel escenario, tendrá que apoyar a Israel y puede tranquilamente culpar a Hamas por violar uno de los puntos del acuerdo. Ya dijo el presidente que, si Hamas no se desarma, “ellos los van a desarmar a la fuerza”, lo que demuestra que está consciente del peligro que corre su acuerdo de paz.

La única posibilidad de que Hamas se desarme proviene de la presión de sus patrocinadores. Qatar y Turquía, signatarios del acuerdo, han exigido su desmovilización, e Irán ya no está en capacidad de seguirlos financiando. Dentro de Gaza, incluso grupos rivales han comenzado a enfrentarse a ellos a balazos. Del otro lado, la presión llega democráticamente del propio pueblo israelí que en su mayoría no es extremista y detesta a Netanyahu. Y también de Occidente: Estados Unidos y Europa observan con creciente impaciencia la tendencia extremista del Estado de Israel. La opinión pública estadounidense, incluso entre la base republicana, se ha tornado crítica. Israel ya está comenzando a perder el respaldo incondicional de MAGA, un costo que Trump no quiere asumir.

Pero, aún si se cumplieran los 20 puntos, el acuerdo no considera la creación de un Estado palestino soberano, condición mínima para una paz duradera y para la normalización con Arabia Saudita. Sin ese compromiso, cualquier acuerdo de paz será provisional.

Los hechos recientes tampoco ayudan. Apenas se retiraron los israelíes del centro de Gaza, tropas de Hamas salieron de los túneles armadas hasta los dientes, ejecutaron a supuestos traidores y se enfrentaron con otros grupos. Sus intenciones de reivindicar el control y convertirse en la milicia del gobierno de transición harían inviable el acuerdo y cualquier convivencia. Por su parte, Netanyahu, una vez recuperados los rehenes, ya no tiene freno para irse con todas sus fuerzas hasta eliminar a Hamas. La única esperanza es que Turquía y las potencias árabes presionen a Hamas lo suficiente para forzar su desmovilización y privar a Israel de su justificación para continuar la guerra.

La guerra entre Hamas y la ultraderecha israelí se ha convertido en un mecanismo de supervivencia mutua. Ambos dependen del conflicto, del miedo y del fanatismo religioso que los sostiene. La paz sólo será posible si las fuerzas seculares y racionales, tanto israelíes como palestinas, asumen el liderazgo, relegan a los fanáticos a la irrelevancia y firman un acuerdo de paz de verdad.

Hasta entonces, el “acuerdo de paz” de Trump seguirá siendo un espejismo en el desierto, sostenido por la ilusión de que los extremistas pueden firmar la paz cuando, en realidad, sólo existen para hacer la guerra.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Max Kessel es politólogo

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