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Y todo por culpa mía
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Amarnos sin protección fue culpa mía. Hace pocas semanas, de visita en Nueva York, en vísperas de una fiesta familiar, mi esposa y yo, que habíamos tenido una pelea feroz por unas licencias suyas que me parecieron excesivas y desataron en mí la fiebre de los celos, nos reconciliamos como suelen ser las reconciliaciones, de un modo súbito y apasionado, ya de madrugada, y a pesar de que ella me previno de que estaba con la regla y procuró refrenarme, hicimos el amor sin protección. La noche siguiente asistimos a la boda de mi hija, mientras yo pensaba que, por calentón, por bobo y sentimental, por amar temerariamente a mi esposa, tal vez ella estaba ya en su primer día de embarazo.
El domingo, todavía en Nueva York, mi esposa, concluido su período, deslizó suavemente el anillo protector en sus partes privadas y me dijo que ya podíamos amarnos sin correr riesgos de volver a ser padres. Pero yo estaba seguro de que estaba embarazada. Así se lo dije: te aseguro que cuando te saques el anillo en unas semanas, no te vendrá la regla. Ella se rio, lo tomó a la ligera y me dijo: yo conozco bien mi cuerpo y estoy segura de que no estoy embarazada. Unos días más tarde, llegando a la isla de Miami en que vivimos, acudí a la farmacia y pedí la píldora del día siguiente, pero el boticario me aconsejó que mi esposa no la tomase porque, pasada una semana desde la osadía amatoria, ya no hacía efecto.
Como habíamos hecho el amor en el hotel Carlyle de Nueva York, les dije a mi esposa y a nuestra hija adolescente que el bebé, fuese mujer o fuese hombre, se llamaría Carlyle, pero la idea no les hizo gracia y fue desestimada por ellas. Enseguida mi esposa dijo que no estaba embarazada, mi hija dijo que no quería tener un hermano ni una hermana más y yo dije que la otra noche había soñado que mi esposa daría a luz en nueve meses a una niña.
Semanas después, cuando mi esposa se retiró el anillo protector y aguardó a que le viniera la regla, sospeché que los hechos consumados me darían la razón y que, tratándose de mí, tan calentón, tan bobo y sentimental, la regla sería que no le viniera la regla, y la excepción a la regla sería que le viniera la regla. Presentía que bien pronto habría de confirmarse que volveríamos a ser padres, y todo por culpa mía. Mi esposa se reía, se burlaba de mis crisis nerviosas, me pedía que me calmase, me relajase. Pero yo no podía relajarme. Yo temía que volvería a ser padre a la edad improbable de sesenta y un años, siendo ya padre de tres hijas grandes.
La verdad es que yo no quería ser padre nuevamente. En lugar de ilusionarme, la idea me resultaba abrumadora. Sin embargo, por amor a mi esposa, por devoción a su cuerpo, por respeto a una vida nueva, no pensaba pedirle que abortase. Mi esposa me dijo que no quería volver a ser madre, que estar nueve meses embarazada le parecía una pésima idea, que volver a parir le daba mucha flojera, que tener un bebé en la casa recortando nuestras libertades era lo último que hubiera deseado. No obstante, aclaró, si estaba embarazada, de ninguna manera podría abortar, por amor al bebé y por amor a mí. Defensores de que el aborto fuese siempre una facultad legal en el primer tramo del embarazo, mi esposa y yo descubrimos de pronto una verdad maciza, no negociable: nos queríamos tanto que, por razones puramente sentimentales, no abortaríamos y, con temores comprensibles, volveríamos a ser padres, teniendo ya una hija adolescente, cerca de cumplir quince años.
El día que debía venirle la regla a mi esposa, un martes de diciembre, no se presentó ese alivio, aquel desahogo, y entonces la tensión creció en mi cabeza y mi corazón. Yo procuraba fingir que todo estaba bien, que no pasaba nada, pero en verdad estaba aterrado. Al día siguiente, miércoles otoñal, y a pesar de que yo rezaba pidiendo que le viniera la regla, mi esposa me dijo, al final del día, tendidos en la cama, que seguía atrasada en su período. Te aseguro que estás embarazada, lo he vuelto a soñar, afirmé. Luego añadí: y no será mi primer hijo hombre, será mi cuarta hija mujer. De pronto preocupada, mi esposa me preguntó: ¿Prefieres que aborte? Respondí: no, de ninguna manera. Ella volvió a preguntar: Y si sabemos que es mujer, ¿quieres que aborte? Respondí: no, de ninguna manera. Luego añadí: en ciertas culturas, la fortuna de una familia la define la hija menor, ¿qué tal si nuestra hija resulta una estrella y nos hace inmensamente felices?
Al día siguiente, jueves de ansiedad creciente, tampoco le vino la regla, el desembarazo, y era ya bastante desusado que su período se retrasara tres días. Mientras cumplía las tareas habituales del día, yo pensaba todo el tiempo, obsesivamente, hundido en el pesimismo: joder, voy a ser padre, qué desastre, qué catástrofe, y ahora cómo hago para salir vivo de todo esto. Curiosamente, mi esposa estaba tranquila, relajada, contenta, y no parecía asustada en modo alguno. En cambio, yo, tan cobarde como egoísta, me encontraba aterrado. Pensaba: amo a mi esposa, tengo salud, tengo dinero, vivo en una casa grande, no debería darme tanto miedo volver a ser padre a los sesenta y un años. Sin embargo, la noticia del posible embarazo me había sentado fatal, casi como si me hubieran dicho: estás enfermo y vas a sufrir.
Esa noche, al volver de la televisión, le pregunté a mi esposa si había novedades y me dijo que no. En realidad, respondió: todavía no. Yo le dije: no te hagas ilusiones, mi amor, estás embarazada. Luego le conté algo que acababa de ocurrirme: al volver de la televisión, conduciendo la camioneta a las once de la noche, subiendo el puente de camino a casa, de pronto vi algo que me pareció insólito, bello, surreal: un pequeño pato amarillo cruzando la autopista, sin saber que se jugaba la vida. Entonces hice una maniobra brusca y evité pisarlo, pero vi por el espejo retrovisor que el patito se detuvo, asustado, y fue arrollado por un auto. La muerte de ese polluelo de pato me dejó llorando y, al contársela a mi esposa, aún consternado, le dije: los dioses pusieron a ese patito en mi camino para recordarme que nuestro bebé es como un patito al que no podemos matar. Luego, increíblemente, mi esposa me contó otra historia de final trágico: esa misma mañana, cuando ella manejaba deprisa al gimnasio, hacia las nueve, de pronto una ardilla cruzó la calle, mi esposa frenó, pero ya era tarde y la atropelló, dejándola sin vida en el pavimento. Llegamos entonces a la misma conclusión: los dioses nos habían enviado al patito y a la ardilla para decirnos que en ningún caso debíamos abortar a nuestra hija.
Resignados a que volveríamos a ser padres, llegó el viernes y la esperada regla tardona tampoco se presentó para salvarnos de tantas angustias, preocupaciones y desasosiegos. Yo no tenía dudas, lo supe desde aquella noche en Nueva York, mi mujer estaba embarazada. El viernes a medianoche le di una mala noticia, antes de irnos a dormir: el canal me pagará la mitad el próximo año, creo que en unos meses voy a renunciar. Luego sumé otra desventura: nuestros ingresos han bajado bastante. Entonces me animé a decirle: cuando nazca nuestra hija, que será mujer, volveremos a contratar a una nana para que nos ayude, y no viajaremos a ninguna parte en los primeros cinco años de nuestra hija, porque no queremos alejarnos de ella ni viajar con ella, y cuando esté en edad de ir al colegio, irá a la escuela pública, porque los colegios privados son demasiado caros. Mi esposa estuvo de acuerdo, salvo en lo de no viajar. Nuestra hija puede quedarse con la nana y viajamos tranquilos, sugirió. De ninguna manera, le dije. Luego afirmé: nos hará bien no viajar unos años, ahorraremos mucha plata, y además estoy cansado de viajar. ¿Y cómo va a llamarse nuestra hija?, preguntó mi esposa, de pronto ilusionada. Carlyle, respondí. Carlyle Bayly. Y si es hombre, también.

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