El pasado 27 de mayo, el fiscal de la Nación (i), Juan Carlos Villena Campana, formuló ante el Congreso de la República una denuncia constitucional contra la presidenta en funciones, Dina Boluarte Zegarra, imputándole la condición de autora del delito contra la administración pública, en la modalidad de cohecho pasivo impropio, ilícito previsto en el artículo 394, primer párrafo, del Código Penal.
La denuncia constitucional es consecuencia de las diligencias preliminares que en marzo del presente año el mismo fiscal dispuso iniciar (Carpeta Fiscal 68-2024) contra la primera mandataria, aunque inicialmente solo por los delitos de enriquecimiento ilícito y contra la fe pública, en la modalidad de omisión de consignar declaraciones en documentos; y que luego, en abril pasado, se amplió por el delito denunciado (cohecho pasivo impropio).
Un primer aspecto que merece comentario es la decisión fiscal del 16 de mayo último –esto es, a una semana de la formalización de la denuncia constitucional– de desacumular los hechos inicialmente imputados, de forma que la denuncia se formalice solo por el delito de cohecho pasivo y que los otros dos –que fueron los que motivaron la decisión fiscal de inicio de diligencias preliminares– continúen investigándose en otra carpeta fiscal.
¿Por qué hacer ello? ¿Por qué acelerar la denuncia constitucional si no se ha terminado de dilucidar la situación de la señora Boluarte respecto de los demás delitos materia de investigación? ¿Acaso no están los tres delitos claramente vinculados a los mismos hechos? ¿No era mejor terminar una investigación integral de la carpeta fiscal, para así tener una denuncia final con las conclusiones respectivas, evitando así posibles contradicciones?
No soy penalista, ni tengo simpatía por el comportamiento demostrado por la señora Boluarte, ni como ministra de Estado ni como presidenta de la República, pero la decisión fiscal de desacumular y apresurar la denuncia constitucional en su contra me genera suspicacia. Me recordó la desesperada denuncia constitucional que la exfiscal Patricia Benavides formuló contra Dina Boluarte, Alberto Otárola y los exministros del Interior por el delito de homicidio calificado que terminó generando un efecto búmeran.
También confieso que similar sensación la he tenido al tomar conocimiento de la suspensión que por 120 días la Junta Nacional de Justicia (JNJ) le acaba de imponer al fiscal supremo Pablo Sánchez. Que no se me malinterprete, no defiendo al fiscal Sánchez y creo que tiene muchos temas por explicar, pero creo que la suspensión de la JNJ es tardía y omite abordar otras denuncias imputadas y más graves que se le han hecho al ex fiscal de la Nación. ¿Acaso estamos aquí ante una decisión que busca aplacar la creciente toma de conciencia ciudadana respecto del comportamiento distinto que ha venido exhibiendo la JNJ, según quien está involucrado en los expedientes a su cargo?
Lo ocurrido no hace otra cosa que ratificarme en la idea de que tenemos que tomar el rábano por las hojas y, vía reforma constitucional, intentar un nuevo inicio para salvar a instituciones que hoy están en caída libre como consecuencia del mal manejo mostrado de un tiempo a esta parte. Eso solo se logra con personas que tengan un auténtico compromiso con los principios rectores de un Estado de derecho y que repudien la instrumentalización de las instituciones como armas de venganza y utilización política. El Congreso tiene la palabra.