Los días han pasado tras la victoria de Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos y los demócratas se siguen preguntando en qué fallaron, mientras intentan buscar a los culpables que llevaron a la aparatosa derrota de Kamala Harris.
Algunos apuntan con el dedo al propio Joe Biden por abandonar la carrera electoral demasiado tarde; otros señalan que la designación de Harris nunca fue la adecuada, mucho menos para pelear la presidencia con alguien como Trump, un experto en movilizar a sus bases. También señalan que ella no fue lo suficientemente progresista, o que gastó tiempo y esfuerzo en encandilar a republicanos anti-Trump –¿en qué momento tener a Dick Cheney de su lado se convirtió en una buena idea?– en vez de apostar por el voto duro demócrata, asentado en los sindicatos y en los trabajadores.
Cuando termina la batalla, todos son generales y, al parecer, muchos tenían la respuesta de la previsible debacle demócrata, pero prefirieron seguir ajustados al guion: la campaña debía señalar una y otra vez que Trump era un peligro, que era un fascista e incluso un nazi, y que el aborto sería la bandera bajo la que se cobijarían las mujeres. Pero estos argumentos no fueron convincentes.
Sin duda, la elección era reñida, pero la tendencia de las últimas semanas ya ponía en ventaja al republicano. Lo que no se sabía era por cuánto. Y eso es lo que más ha dolido entre las filas del partido que alguna vez, hace no mucho, tuvo el suficiente olfato político para poner en la presidencia a un afroamericano.
El propio Bernie Sanders –a quien el ‘establishment’ del partido sacó de carrera en el 2016 por Hillary Clinton– lo dijo en las semanas previas: “No se puede ganar una elección presidencial sin el apoyo de la clase trabajadora”. Y ese mismo grupo, que no fue escuchado por Harris, se decantó por Trump, pese a todo lo que él podría representar. Fue una avalancha republicana. Trump ganó en casi todos los grupos demográficos y el partido de derecha incluso acortó diferencias en estados tan progresistas como Nueva York.
Ahora los demócratas están intentando recoger las piezas de lo que quedó el 5 de noviembre. Como señaló Julie Roginsky, una aguda estratega demócrata, “el partido perdió el sentido común y no tuvo la capacidad de hablar de manera normal con la gente por tratar de ser políticamente correcto”.
Les toca buscar nuevos liderazgos, volver a hacer un trabajo de campo para reconocer a ese país que le negó los votos y convencer a la clase media y baja que no son solo un partido de las élites educadas. La tarea no es fácil, sobre todo porque Trump ha regresado recargado y con todos los poderes del Estado en la palma de su mano.