Diego Macera

Jorge Luis Borges decía que, de los muchos poemas que escribió, “El Golem” fue el mejor. En este, siguiendo la mitología judía, el argentino retrata el poder que las palabras mágicas le confirieron a un rabino llamado Judá León para darle vida a un muñeco.

La creencia en el poder mágico de las palabras para transformar la realidad existía en la Praga ficticia que recrea Borges y existe en la política industrial de hoy. Su meta, por supuesto, es más modesta que el brote de la chispa de la vida, pero sus arcanos mecanismos de acción permanecen misteriosos. En concreto, el artificio lingüístico en este último caso consiste en denominar sectores productivos con el apelativo de ‘estratégico’. La antigua superstición industrial sugiere que podría bastar con este mote para zanjar discusiones complejas y garantizar que el sector que se busca favorecer gane los buenos oficios del Gobierno y del . Así, sin más. Magia.

¿Qué otra cosa, si no, podría explicar que en que se pasea hoy por las comisiones del Congreso se adhiera el calificativo ‘estratégico’ a ocho sectores específicos para justificar que paguen menos impuestos que el resto? Parecería, pues, que basta que algo sea ‘estratégico’, a criterio de alguna deidad indeterminada, para merecer un trato especial. Es así como nació, por ejemplo, el sinsentido de la de Petro-Perú –por ser esa actividad, lógicamente, ‘estratégica’– y es así como se buscan prebendas en cualquier sector. No hay nada de nuevo aquí; se trata de una práctica tan vieja como la de los cabalistas.

Todas las actividades productivas, seamos claros, pueden argüir que la suya no es una actividad cualquiera y que, por eso, merecen un trato especial. Echarán mano de los puestos de trabajo que generan, resaltarán su aporte a la caja fiscal, hablarán sobre su impacto regional y, cuando todo eso sea insuficiente, recurrirán a alguna medición arbitraria de bienestar colectivo que todas las personas de bien deberían financiar vía impuestos (para esto último véase, por ejemplo, los recientes argumentos a favor del ).

La verdad, sin embargo, es que no hay motivos reales para preferir a un sector sobre otro. ¿Por qué deberíamos, por ejemplo, priorizar la industria naval sobre la automotriz, la pesca sobre el turismo o las TIC sobre las finanzas? La historia de Latinoamérica está repleta de ‘políticas industriales’ fallidas. Inclinar la cancha sustrae artificialmente recursos de los sectores regulares para dárselos a los favorecidos –no a los más competitivos– y así, como un todo, el país produce menos.

El desbarajuste procesal que propone el proyecto, además, es mayúsculo. Gobiernos regionales y municipalidades encargados de promover y evaluar “polos de desarrollo productivo” con beneficios especiales (todos sabemos en qué puede terminar algo así); exoneraciones tributarias para empresas que “demuestren liderar un proceso de articulación” con mypes, sea lo que sea que eso signifique, y lo mismo para las que “invierten en eslabonamiento hacia adelante incrementando valor agregado en sectores estratégicos”. La lista sigue, y es larga y difusa.

Esto no significa que no haya nada que hacer para mejorar la productividad. En primer lugar, si se piensa que algunas de estas políticas son positivas para un sector y para la economía en general –como la reducción del Impuesto a la Renta por reinversión de utilidades–, ¿por qué no lo serían para el resto de sectores? Sin embargo, la caja fiscal ya tiene limitaciones serias. En segundo lugar, y lo más importante, se debe actuar sobre los espacios reales de mejora competitiva. Esta puede ser sectorial (pensando en el agro, por ejemplo, en obras de irrigación o mayor rapidez para abrir protocolos fitosanitarios) o transversal a todos los sectores (mayor predictibilidad fiscal y mejor regulación laboral, por mencionar algunas). Hacer política industrial como se propone en el proyecto de ley sin pasar primero por reformas básicas de productividad es querer levantarse a uno mismo tirando de los pasadores.

Al final de la leyenda, a pesar de las buenas intenciones de Judá León, su Golem resultó un ser tosco, torpe y hasta peligroso. Quizá ese sea el resultado necesario de las palabras mágicas en más de un aspecto de la vida.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Diego Macera es director del Instituto Peruano de Economía (IPE)