
Hay un momento en que las grandes ciudades dejan de ser escenografías, cascarones que se contemplan, y pasan a ser entes vivos, complejos, contagiados de las virtudes, defectos y contrastes de quienes allí «están siendo». Lima es sus paradojas. La pujante y peligrosa. La señorial y descuidada. La ciudad-valle pero también la ciudad-tugurio. La entrañable, la salvaje, la rabiosa. Lima son los limeños. La gente que la respeta, la destruye, la cuida, la envilece, la que asegura que la quiere, la que jura que la odia, la que la sueña, la que la recuerda, la que ya la olvidó. Lima es el agujero negro que nos devora cuando no nos vomita. Nadie escapa de sus rigores. Sus nueve millones de habitantes (sin contar el millón y medio de venezolanos) transitan por ella como por un embudo, y sobreviven con una ambigüedad sentimental en la que se detecta, primero, desconfianza hacia el otro y, segundo, un optimismo solo explicable por la afortunada proximidad del mar.
Lima, la de Pizarro, la de Chabuca, la de Santa Rosa y San Martín, la de Tongo y Chacalón, la de Ribeyro y Ricardo Palma, la de José Olaya, la del Jirón de la Unión por donde antes caminaba Valdelomar y por donde ahora pululan muñecos de Frankenstein y la Llorona.
Si antes Lima estaba marcada por la confrontación entre clanes desiguales (Salazar Bondy hablaba en 1964 de «su abisal escisión en dos bandos opuestos y enemigos»), hoy, difuminados los barrios, se organiza a partir de la confluencia de guetos, cada cual con su lenguaje, su idiosincrasia, sus triunfos, sus dramas, sus muros y rincones. El limeño promedio –que no se angustia descifrando la metrópoli– se desahoga de manera instintiva y transgrede cuando puede, cuestionando el conservadurismo típico de la vieja casta pudiente, esa poderosa minoría que ha pasado del justo declive al protagonismo matón.
Lima: la ciudad de los sicarios, los violadores, los proxenetas, los homofóbicos. El último reducto de fachos nostálgicos, comunistas extemporáneos, caviares insulares y cristianos diurnos.
Lima: la ciudad donde nací hace casi medio siglo. Donde aún viven mi madre, mis hermanos y algunos de los mejores amigos que me quedan. Donde el recuerdo de mi infancia deambula en zigzag como una gallina sin cabeza.
Lima: la ciudad que dejé hace diez años, a la que siempre vuelvo. La nuestra es una relación tirante: la dejo, pero no la dejo. O la quiero dejar pero no del todo. Tampoco dejo que ella me deje. De tanto en tanto me las arreglo para reaparecer porque no quiero que se olvide de mí. Nos tratamos como esos novios que se aman, que no quieren decirse adiós pero que al final creen que separarse es lo mejor, lo ‘sano’, lo ‘correcto’, lo que ‘toca’. Pasado un tiempo, sin embargo, nos arrepentimos, nos buscamos y nos damos cuenta de que no podemos vivir el uno sin el otro. Quizá debería cortar de raíz mi vínculo Lima, pero no puedo. Ella tampoco. Es más fuerte que nosotros.
Lima celebra hoy su aniversario número 490 arrastrando una historia de tensiones y contenciones. La celebramos, pero también le echamos la culpa, sin reparar en su naturaleza utópica: desde hace casi cinco siglos pugna por legitimarse en medio del desierto.
En cien años no estaremos, pero ella seguirá siendo la capital del Perú, el hogar de millones, el refugio de tantos. Quién sabe en qué la habremos convertido entonces. Quizá lo mejor que podemos hacer en su nombre es recorrerla más allá de los cuatro distritos que son nuestra burbuja. Eso y dejar de hablar de ella como si la conociéramos de toda la vida.

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