
Dina Boluarte ya tiene su propio capítulo trágico en la historia de la violencia contemporánea en el Perú. Así como Fernando Belaunde quedó marcado por la masacre de Sendero Luminoso en Lucanamarca; Alan García, por el ataque terrorista al puesto policial de Uchiza; y Alberto Fujimori, por la bomba en la calle Tarata; su gobierno será recordado por la matanza de Pataz.
El 4 de mayo del 2025, el país despertó con una escena macabra: 13 trabajadores mineros fueron hallados asesinados en un socavón de Pataz, en los Andes de La Libertad, diez días después de haber sido secuestrados por sicarios vinculados a la minería ilegal. El crimen evocó los años más oscuros del terror sembrado por Sendero Luminoso y el MRTA.
Las similitudes entre aquella época y el presente son tan reales como alarmantes. Persisten la violencia impune, la respuesta errática del Estado y la indiferencia de la clase política, mientras el país avanza a toda velocidad por un camino que ya recorrió. Si no se actúa con urgencia, el Perú corre el riesgo de revivir uno de los capítulos más oscuros de su historia.
Como en 1980, cuando Belaunde desestimó la quema de ánforas en Chuschi llamándola “un tema de abigeos” (ladrones de ganado) y calificó, en 1983, la matanza de Lucanamarca como “una locura perpetrada por personas psicológicamente desequilibradas”, hoy también se minimiza el horror. El 30 de abril, el jefe del Gabinete, Gustavo Adrianzén, negó públicamente el secuestro de los mineros: “No hay ninguna denuncia hasta el momento”. Ese mismo día, el comandante general de la policía fue visto en el bar del histórico hotel Bolívar.
La falta de estrategia tampoco es nueva. En los años ochenta, los primeros ataques de Sendero Luminoso fueron tratados como un asunto policial menor. Cuando se entregó el control a las Fuerzas Armadas en las zonas de emergencia, las intervenciones carecían de una estrategia coherente: las agencias de inteligencia estaban fragmentadas o politizadas, y no existía una política social de apoyo a las comunidades. Hoy, los estados de emergencia se dictan con un vacío similar: sin resultados, sin inteligencia efectiva y con una estructura militar debilitada.
A ello se suma un patrón aún más peligroso: el desinterés. Si bien a fines de los ochenta los ciudadanos observábamos con preocupación los atentados terroristas que sacudían al país, el Estado no reaccionaba con determinación. No fue sino hasta 1992 –con la bomba en la calle Tarata que estremeció a la élite limeña y el asesinato de María Elena Moyano que conmovió a la izquierda– que se comprendió la magnitud del enemigo. Hoy ocurre lo mismo con la minería ilegal: todos conocen su expansión, su poder económico, su infiltración institucional, pero el Estado permanece inmóvil.
La masacre de Pataz revela una verdad incómoda: los grupos ilegales controlan territorios. La zona opera como un espacio liberado, fuera del alcance del Estado, donde las prácticas terroristas se han vuelto comunes. Por eso, urge una política de inteligencia bien articulada, una estrategia policial y militar de control territorial efectivo, una ofensiva contra el financiamiento ilegal y el lavado de activos, y medidas concretas para bloquear su cadena de valor. Si no se desmantelan los engranajes económicos de estas mafias, los cimientos de nuestra democracia se verán socavados en las próximas elecciones y seguiremos contando muertos.
El Estado ya falló una vez por negación, improvisación y negligencia. No podemos darnos el lujo de repetir esa historia, pero los síntomas están a la vista: decretos vacíos, una policía sin rumbo, trámites permisivos sin control, pugnas institucionales, un Poder Judicial indiferente, un Congreso más enfocado en blindar al sector informal que en enfrentar al crimen y una fiscalía marcada por una visión muy reducida.
No se trata solo de recordar. Se trata de entender para poder actuar. El Perú necesita instituciones que funcionen y profesionales que gobiernen. Lo demás es demagogia, desidia o, peor aún, corrupción.

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