
A fines de los setenta, el nombre de Nicolás Yerovi era una mala palabra en mi casa. Mi padre, ministro del interior de la dictadura militar liderada por Francisco Morales Bermúdez, lo tenía entre ceja y ceja por las viñetas de humor con que Monos y Monadas, el semanario satírico que dirigía, ridiculizaba a los hombres duros del régimen. Ningún uniformado –ningún político, en realidad– se salvaba de esas caricaturas implacables (muchas de las cuales no podrían publicarse hoy). En una de las míticas portadas de Monos, se ve a Morales Bermúdez de pie, imitando la pose clásica de Miguel Grau, pero abrazado una botella de whisky; abajo, una leyenda letal: «el caballero de los bares».
Una mañana de esa época, el Congreso interpeló a mi padre por un asunto relacionado con el sector Interior. Ese mismo día salió en la revista una viñeta donde el general Cisneros aparecía revolviendo con desesperación un cajón de su cómoda y lanzando un grito destemplado: ¡«¿dónde mierda están las convicciones democráticas que dejé ayer por aquí?»! A los pocos días, el ministro ordenaba la clausura temporal de Monos y Monadas. No fue la primera vez, ni sería la última. El poder militar no tenía contemplaciones con sus críticos; las persecuciones y los encarcelamientos estaban normalizados. Lo extraño era que los protagonistas de esos enfrentamientos fuesen miembros de familias que tenían un vínculo entrañable.
En efecto, el padre de mi padre, mi abuelo, el poeta y periodista Luis Fernán Cisneros, fue íntimo amigo del abuelo de Nicolás, el poeta y periodista Leonidas Yerovi. No solo habían compartido la redacción de La Prensa en los años en que gobernaba el tirano Leguía (una redacción en la que escribían Enrique López Albújar, Alberto Hidalgo, Abraham Valdelomar, Federico More y Luis Alberto Sánchez), sino que habían trasladado la complicidad del periodismo a las veladas poéticas que animaban la vida bohemia de la Lima de entonces.
Cuando la noche del 14 de febrero de 1917 Leonidas Yerovi, en la puerta de La Prensa, en medio de una disputa sentimental, recibió en el tórax los cinco balazos que a la postre acabarían con su vida, mi abuelo corrió a socorrerlo y lo llevó a la Botica Francesa, primero, y al hospital Mesón de Santé después. El cuerpo del escritor no soportó tantos bruscos desplazamientos, y en cosa de minutos las hemorragias internas se agudizaron.
Cuando años más tarde conocí a Nicolás fue inevitable celebrar las andanzas de Luis Fernán y Leonidas, y reírnos de los cierres de Monos y Monadas dispuestos por mi padre en los setentas. Nuestro primer encuentro se produjo a raíz de la publicación de su novela, La casa de tantos, que leí con avidez porque ahí Nicolás recrea las aventuras de nuestros abuelos en la Lima de 1900. Aquella vez también hablamos del posible regreso de Monos y Monadas, un sueño que luego se materializaría en la etapa más dura de la dictadura de Fujimori.
Recuerdo que, a inicios del 2000, nos reíamos hasta doblarnos con Guillermo Giacosa leyendo en la radio La última de Yerovi, una página entera de La República que Nicolás llenaba con «noticias del futuro»: informaciones delirantes, burlescas, que hoy podrían sonarnos peligrosamente realistas.
Yerovi no solo se reía para no llorar. Lo hacía como una forma de reflexión, como si riéndose pudiese dar forma a un pensamiento crítico. Recurría al absurdo para llevar la realidad nacional al límite y darse cuenta de que ese límite no era tal, que todavía existía un más allá. Detrás de la carcajada descomunal y el cigarro en ristre, estaba el hombre sensible –poeta al fin y al cabo– que amaba al país con vehemencia. Si renegaba del Perú era por eso, porque lo amaba, y soñaba con la utopía de una decencia siquiera minoritaria. Con ese objetivo se dedicó por años a poner en evidencia al delincuente, al abusivo, al matón, al estúpido, al mezquino; y la verdad, los puso en evidencia hasta el último día.
No se ha muerto un humorista peruano más; se ha muerto el sentido del humor del Perú.
Hasta siempre, Nicolás. Gracias por tanta rebeldía.

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