Todo empezó con “Veredicto Final” (1982). Un buen amigo me la recomendó una noche en que hablábamos de películas con temática judicial. «La actuación de Paul Newman son palabras mayores», subrayó. La busqué de inmediato en las plataformas, la terminé de ver con el corazón en la boca y me enganché enseguida con “El color del dinero” (1986), donde Newman interpreta a Eddie Felson, un veterano jugador de billar que se dedica a enseñarle sus mejores trucos a un veinteañero y ansioso Tom Cruise. Le escribí a mi amigo diciéndole que me había parecido estupenda. «¡Nah!», me respondió desdeñoso, «es una sombra pálida al lado de El Buscavidas, que es la primera parte; esa es maravillosa».
Sus palabras me hicieron buscar sin demora “El Buscavidas” (1961); dos horas después ya no era la misma persona: encontré la historia sensacional (un drama acerca de la sobrevivencia, la pasión, la autodestrucción) y varias escenas se resistían a desaparecer de mi cabeza, sobre todo las épicas, extenuantes partidas de billar entre Felson (Newman) y el legendario Gordo de Minnesota. «¿Ya viste Dos hombres y un destino, donde Newman actúa con Robert Redford?», preguntó mi amigo por el chat. Le confesé que no y me puse a verla en cuanto pude. El western de 1969 es sencillamente perfecto; de todos sus grandes momentos me quedo con dos: el precioso descenso de Paul Newman en bicicleta a través de una colina, llevando en el manubrio a la hermosa Katharine Ross, con el fondo de “Raindrops Keep Falling on My Head”; y el desternillante asalto a un banco rural en Bolivia, donde Newman y Redford, pese a hablar un español chapucero que nadie entiende, consiguen que les abran la bóveda y robar el dinero. Acabada esa genialidad, sabpongo a leer e intereficcido varoniln la Chicago de los años treinta– cera guerra mundial, el Pería cuál era mi siguiente misión: ver “El golpe” (1973), la segunda peli que hicieron Newman y Redford, otra vez dirigidos por George Roy Hill. Bueno, El golpe –dos timadores montan una venganza en la Chicago de los años treinta– es una obra maestra, con un cierre impecablemente orquestado.
Me interesó a continuación “Una gata bajo el tejado de zinc” (1958), la adaptación al cine de la obra de teatro homónima de Tennessee Williams, con Elizabeth Taylor en el papel de Maggie, ‘la gata’. La película es una lección de caracterización: les crees todos los personajes, el padre enfermo y machista, el hijo deprimido y accidentado, el otro hijo cínico y acaparador, a la cuñada trepadora e insoportable, a la madre sometida que se niega a aceptar la realidad. Al minuto, sentí la necesidad de seguir viendo más actuaciones de Newman. Justo antes de sentarme a escribir esta columna terminé de ver Ausencia de malicia (1981), un notable drama donde Paul comparte roles con Sally Field, una reportera sagaz que se abre paso en un mundo varonil.
Sí, es raro, no sé cómo explicarlo: el mundo se va al diablo; Putin anuncia una posible tercera guerra mundial; Trump amenaza a los migrantes con deportarlos de Estados Unidos; el Perú se hunde entre la violencia y la impunidad; en España, el país donde vivo, la rabia escala a niveles inéditos; mi hija mayor me pide que la ayude a estudiar Lengua; mi hija menor chilla clamando por un cambio de pañal; mi esposa me acusa de sordera selectiva; y mi única forma de lidiar con todo eso, de soportar el mundo, de intentar estar a la altura de lo que se espera de mí es refugiándome, inexplicablemente, en las películas de Paul Newman. Y cuando entre una ficción y la otra me pongo a leer pasajes de su vida y leo que el actor cayó en el alcoholismo cuando su hijo mayor se suicidó de una sobredosis y que desde entonces ya nunca fue el mismo, entiendo mejor a sus personajes: hombres que cargan el peso de alguna culpa, hombres impetuosos, hombres entusiastas pero derrotados de antemano, muchos de ellos borrachos empedernidos que al final del día se sienten terriblemente solos.
Dicen que Newman tenía la mirada de Hollywood, los ojos azules más rápidos del Oeste. No está de moda, no es tendencia, nadie habla de él, no se viraliza ninguno de sus parlamentos, ningún actor contemporáneo parece tenerlo como referente; pero eso me gusta, me permite tenerlo como un ídolo privado. Pero ya, basta de hablar de él, tengo una obsesión que seguir saciando. Son las dos de la mañana, mi horario de ver películas. Apenas envíe este columna me meto en el mundo de “El Coloso en Llamas”.