Martín  Tanaka

El sábado pasado, la oposición llamó a una jornada de movilizaciones en Venezuela y en todo el mundo, bastante concurridas, buscando el reconocimiento del triunfo electoral de Edmundo González Urrutia el pasado 28 de julio. Del otro lado, el gobierno de Nicolás Maduro ha ganado un poco de oxígeno después de que los gobiernos de Brasil y Colombia sugirieran la semana pasada, como salida a la crisis, la conformación de un gobierno transitorio de coalición y la realización de nuevas elecciones, dejando atrás el énfasis en exigir la publicación de las actas de votación por parte del Consejo Nacional Electoral. Maduro pasó de parecer arrinconado tanto nacional como internacionalmente, ante el reconocimiento en la práctica de la manipulación de los resultados electorales, a ganar un poco de tiempo para cerrar filas e intentar recomponerse. Si bien en lo doméstico el gobierno se sostiene en base al puro ejercicio de la fuerza, sin contar ya con legitimidad institucional, en lo internacional Maduro se beneficia de los cálculos de los presidentes Luiz Inácio Lula da Silva y Gustavo Petro. Por ejemplo, a Lula le interesaría mantener el apoyo venezolano en foros internacionales; a Petro, mantener el apoyo de Venezuela en las negociaciones de paz con el ELN, entre otros factores.

El gobierno de Maduro cree haber pasado ya por desafíos similares de los que salió ‘airoso’, relativamente hablando. En las elecciones del 2013, Maduro supuestamente ganó por un estrecho margen sobre Henrique Capriles, y logró imponerse a pesar del desconocimiento de los resultados por la oposición, el pedido de recuento de votos y masivas manifestaciones de protesta. Más adelante, después de las elecciones del 2018, en las que no se permitió la participación de los principales candidatos opositores, y luego de que el Parlamento, de mayoría opositora, designara a Juan Guaidó como presidente y declarara a Maduro un usurpador, este igual se mantuvo en el poder por la pura fuerza.

¿Estamos ante la posibilidad de un desenlace distinto? Existen algunas diferencias relevantes. En primer lugar, el desgaste de un gobierno no solo abiertamente autoritario, sino además bastante ineficiente, que ha generado una crisis humanitaria de enormes proporciones. Segundo, el cambio en la estrategia de la oposición. La propia María Corina Machado encabezó en el pasado una estrategia que privilegiaba la confrontación, la apuesta por lógicas insurreccionales. A diferencia del pasado, esta vez la estrategia se centró en forjar la unidad de la oposición, desnudar en el propio terreno del régimen autoritario y de sus reglas su carácter arbitrario y el irrespeto a su propia institucionalidad, y abrirse a encontrar una salida negociada para la élite en el poder. Además de manejar un discurso menos ideológico y más atento a encarar las necesidades de los ciudadanos venezolanos, sin excluir a sectores que en el pasado podrían haber apoyado a Hugo Chávez. Según las actas publicadas por la oposición, en las elecciones de julio pasado esta habría logrado imponerse también en las zonas más pobres del país, que en el pasado fueron ‘bastiones’ del chavismo, logrando un apoyo bastante transversal, tanto en áreas urbanas como rurales, tanto en Caracas como en el conjunto de las regiones.

Sin embargo, para que caiga un gobierno autoritario no basta con que carezca de legitimidad. Es necesario que los actores claves que detentan el poder estén dispuestos a optar por un camino distinto.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Martín Tanaka es profesor principal en la PUCP e investigador en el IEP