Nicolás Yerovi solía decir que la democracia peruana no tenía ciudadanos sino sobrevivientes. Uno sobrevive a las fatalidades y a las desgracias, nunca a los caminos depurados. El es más una fatalidad que se esquiva, que un trampolín que le permite a sus ciudadanos escapar de la desventura. El Perú ha generado relaciones de desprolijidad y trágicas que nacen de la informalidad y la precariedad: huaicos, incendios, puentes caídos, entre muchas desgracias. Pero si la tragedia es imputable a los sectores más prósperos y formales del país, como sucedió con el de , los ciudadanos peruanos han desbloqueado un nuevo nivel de supervivencia.

Los espacios de socialización se han transformado con la irrupción de las grandes cadenas comerciales. Desprovistos de toda belleza y trascendencia, emergieron los malls que reemplazaron cualquier otro artificio que el hombre había imaginado para el encuentro. En las ciudades peruanas, donde los parques grandes son enrejados, y donde el serenazgo te persigue si intentas hacer ejercicio en un parque o tirar tu mantel para comer con los amigos; los malls son los grandes centros gravitacionales de cualquier galaxia de socialización. La experiencia humana se agota en un mall: compras, comes, juegas, haces ejercicio, y vas al cine. El mall está pensado para que la gente no quiera irse jamás, que se perciba como la principal extensión del proceso de socialización.

Por eso, cuando el techo del patio de comidas del Real Plaza en Trujillo se vino abajo, no solo se desploma un techo, se desploma también el espacio contemporáneo de mayor socialización de un ciudadano. Con el agravante que no se ha desmoronado una obra pública precaria, como los tantos puentes que se han caído en nuestro país. Se ha venido abajo el principal espacio de socialización ideado por uno de los mayores grupos empresariales del país y de propiedad del peruano más acaudalado del planeta. Aquí no ha habido un ciudadano negligente que decidió construir su casa en el cauce de una quebrada, ni se ha volcado un colectivo informal donde nadie llevaba puesto el cinturón de seguridad.

Lo más desconcertante de esta desgracia es que de todos los lugares donde la precariedad y la informalidad peruana te pueden asaltar repentinamente, uno que hemos descartado con bastante ligereza es el mall. Si entra el huaico por su curso y se despista una combi pirata, todo aquello entra en el ámbito de lo desgraciado, pero previsiblemente posible. Que se te caiga el mall, es inaudito.

Es insólito de varias formas que convergen al mismo tiempo. Para que esta tragedia suceda han fallado tantos eslabones que es imposible fiarse de alguien en la retahíla de responsables que solo repiten que cumplieron con todas las normas. Hermano querido, si se te ha caído un techo del mall, alguna norma habrás incumplido. Estamos en ese punto de descomposición donde hasta los vínculos colectivos infalibles, ahora fallan, y hasta con mayor protervidad, sino que le pregunten a cuya receta médica corrió viralmente después de atenderse en la clínica privada más grande del país.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Gonzalo Banda es Analista político

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