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Sin poder, sin Estado, sin nación
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Al paso de confrontación que vamos, podríamos terminar en poco tiempo con la Constitución y el sistema político democrático de cabeza. Como ahora la Constitución ya no basta para ordenar nuestra convivencia política institucional, el Tribunal Constitucional se ha convertido, sin quererlo, en forzado árbitro de disputas de poder y en última instancia judicial obligada, casi para todo.
Si hasta hace poco nuestra separación de poderes funcionaba sin mayores alteraciones, dentro de la precariedad institucional que no hemos resuelto, de pronto hemos pasado, bruscamente, a la anarquía.
El Congreso sobrepasa al Gobierno. El Poder Judicial al Congreso. Y el Ministerio Público, ni corto ni perezoso, sobrepasa al Congreso y al Gobierno juntos.
Esta honda fisura de la separación de poderes que afecta gravemente nuestro Estado de derecho ha puesto de moda, en una dimensión absurda, las demandas competenciales ante el TC.
Como el PJ no entiende, por ejemplo, que los fallos del Jurado Nacional de Elecciones son inapelables, prácticamente obliga a este a plantear a la carrera una demanda competencial ante el TC para hacer respetar sus fueros.
Y si el TC le diese la razón al JNE, seguramente Duberlí Rodríguez, extitular de la Corte Suprema que busca inscribir su partido, fuera de tiempo, para competir en las elecciones del 2026, acabará apelando al sistema interamericano, aunque no consiga nada hasta el 2027.
Este choque de poderes en la forma tan burda como se presenta hoy y que nos revela la casi nula capacidad de sus liderazgos para revertirlo, con debida racionalidad y dignidad, nos lleva, en términos de funcionamiento del país, a otra anomalía grave: la de la ausencia de una real y efectiva jefatura del Estado.
El hecho de que reconozcamos a la presidenta Dina Boluarte precisamente como jefa del Estado no quiere decir que la ejerza plenamente, pues ella, la presidenta, nos ofrece una actuación única y exclusivamente de jefa de gobierno y nada más.
La jefatura del Estado necesita ser, en primer lugar, bien entendida y reconocida como tal por encima de la organización política del país y, en segundo lugar, bien dotada de una urgente estructura de conducción, con altísimos niveles de direcciones y asesorías.
Cualquier ministerio, del chico al grande, ostenta un mayor y mejor staff profesional y técnico y un mayor y mejor equipamiento logístico que la jefatura del Estado.
En el marco de esta dualidad presidencial, la jefatura del Estado no consiste en un juego complejo de reparto de naipes entre los ministros, como poner en manos del despacho de Juan José Santiváñez el controvertido tema del retiro de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Consiste en liderar políticas públicas desde la más alta magistratura del Estado y de la nación, que no encarna por gusto Boluarte.
Finalmente, sin el pleno reconocimiento y funcionamiento de los poderes públicos, en sus jerarquías y competencias, extrañamos sentirnos igualmente lejos de nuestro sentido de nación, y Estado, que tanta falta nos hace, más allá del fútbol, la cocina y el pan con chicharrón.

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