Se va terminando una campaña que, bajo el manto de la seria desafección ciudadana hacia la política, provoca un bajo entusiasmo para elegir un Parlamento de corta vida. En medio, a su vez, de una fecha que atenta contra el interés del elector y bajo un sistema de elección que dispersa y multiplica los mensajes. Es esto último, sin duda, lo que ha marcado parte de la dinámica de la elección parlamentaria.
Solo en los últimos días, en relación con los debates electorales, van pasando los candidatos pertenecientes a las diversas 21 listas presentadas por los partidos, en pequeños grupos, para participar en un evento que, esmeradamente, organiza el JNE y transmite el canal del Estado. El esquema exige que los participantes respondan sobre temas variados, pero pasa el tiempo y es difícil que el elector logre seguir una de las varias jornadas de debate, cuyo ráting televisivo será, seguramente, muy bajo. El amontonamiento de las exposiciones se aleja de lo que se puede entender por un debate. Se complica, así, que se pueda cumplir con el objetivo esperado.
En las calles y plazas, por otro lado, se observan paneles, pintas, cartelones y otras formas de propaganda visual que aumentarán un poco en estos días, pero que están por debajo del número que hemos visto en elecciones anteriores, incluidas las municipales. De la misma manera, los candidatos redoblarán sus esfuerzos para caminar y conversar –cuando no comer algo– en sus paseos de campaña. Esto se replica en el mundo virtual de Internet y las redes sociales. El resultado es un sinnúmero de mensajes que pertenecen no solo a los candidatos de los multiplicados partidos, sino también a los candidatos del mismo partido. No hay mensajes y propuestas que se enlacen en una misma dirección, creando una sensación de desorden, y el rechazo se instala aún más.
Pero propaganda y debates, más allá de la buena voluntad de organizarlos, son afectados por el mecanismo del voto preferencial que, para nuestro caso, es doble y opcional. Es decir, el voto preferencial es un mecanismo que tiene efectos múltiples, observados con mayor claridad en una elección tan solo parlamentaria, como la que estamos viendo.
El voto preferencial es una de las tantas formas de votación que existe y tiene la particularidad de permitir que el elector elija sus representantes entre los candidatos de un mismo partido. Así, los candidatos no ingresan al Parlamento en el orden en el que son presentados, sino según la cantidad de votos que logren conquistar. Esto suena bastante bien, por lo que este mecanismo resulta ser muy popular. Así lo muestran, incluso, las encuestas de opinión favorable hacia el voto preferencial.
Sin embargo, el voto preferencial desata una inevitable lógica fratricida, una guerra cainita, en donde cada candidato, al necesitar ganar más votos que sus compañeros de partido, debe diferenciarse de ellos, convirtiéndose en competencia interna allí donde debería haber colaboración. De esta manera, el partido político está incapacitado para desarrollar una campaña unificada, en la medida en que cada candidato hace la suya, impidiendo un mensaje partidario claro. Desde el lado del elector, este debe recibir mensajes de candidatos que, para el caso de Lima, llegan a más de 600 campañas y mensajes que pugnan por conseguir el voto ciudadano. De otro lado, es casi imposible conocer el origen y el gasto de los recursos económicos de los partidos políticos, pues el candidato no informa, o lo hace solo parcialmente. Asimismo, al no ser obligatorio y no tener el elector la posibilidad de hacer respetar el orden que aparece en la lista, el voto preferencial inclina el peso de la decisión a favor de quienes lo usan, y disminuye el peso de quienes no lo hacen. Finalmente, la votación se hace más compleja para el elector. De esta manera, los votos nulos se incrementan debido a los errores en el uso de este mecanismo.
En esta elección, todos estos elementos se están mostrando en su plenitud. Por ello, esta campaña es de candidatos y no de partidos. Estos casi tienen menos peso que antes, cuando ya de por sí venían débiles. Abandonar el voto preferencial no arregla el problema, pero sí lo encamina y nos ayuda a dejar de tener campañas de todos contra todos.