El pasado 14 de setiembre, el Congreso aprobó, nuevamente, una norma en la que se combinan la búsqueda del aplauso popular y la indolencia frente a las advertencias técnicas sobre los efectos negativos que acarreará. Con 104 votos a favor y ninguno en contra, la representación nacional dio, en efecto, luz verde a la ley que amplía el plazo para entregar títulos de propiedad a los terrenos ocupados de manera informal y la exoneró, además, de segunda votación (para evitar, seguramente, el riesgo de algún rapto de racionalidad que los pudiera hacer revisar su insensatez cuando las críticas empezaran).
¿En qué consiste lo aprobado? Pues si antes solo estaban facultados para acceder a los mencionados títulos quienes pudieran acreditar una posesión que se remontase, como máximo, al 31 de diciembre del 2004, ahora esa fecha límite se ha movido al último día del 2015. Es decir, se han incorporado al “beneficio” las ocupaciones informales de los siguientes once años.
“Esto dará posibilidad a las personas que están posesionadas [sic] en terrenos del Estado, de acceder a formalizarse y vivir dignamente”, ha dicho con respecto a la medida el congresista de Acción Popular Juan Oyola Rodríguez, presidente de la Comisión de Vivienda (de la que emanó el dictamen original). Pero si esa consideración fuese acertada, las fechas límite no tendrían sentido. ¿Por qué la posibilidad de “formalizarse y vivir dignamente” se les va a dar solamente a los que invadieron un terreno antes del 2016? ¿No tienen acaso las mismas necesidades los que lo hicieron en los casi cuatro años posteriores? ¿Y no las tendrán también quienes ocupen tierras informalmente de ahora en adelante?
Por supuesto que sí. Pero el problema es que la expansión de las ciudades en el país bajo esta modalidad genera caos y “premia” a los traficantes de terrenos, frecuentemente ligados al crimen organizado. Lo que ellos ofrecen a cambio del dinero que cobran son tierras que no les pertenecen y sin título de propiedad… con la promesa de que, más temprano que tarde, los gobernantes de turno cederán desde el Ejecutivo o el Legislativo a la presión política de los invasores y los incluirán en una ley que extienda la gracia que ya otros ocupantes informales recibieron antes que ellos.
Lo que acaba de ocurrir, evidentemente, les da la razón y, en consecuencia, crea un incentivo perverso para que la práctica descrita se perpetúe. Porque innumerables extensiones de naturaleza semejante han antecedido a esta y lo más probable es que muchas más la sucedan. A lo largo de nuestra historia republicana, presidentes, ministros y congresistas las han consentido periódicamente porque son un instrumento clientelista que les reporta un beneficio concentrado (popularidad entre el grupo de ciudadanos comprendidos en la disposición supuestamente excepcional) y un costo difundido (la débil censura del resto de ciudadanos, perjudicados por las externalidades negativas de la expansión caótica del centro urbano en el que viven y por la potenciación de las mafias dedicadas al negocio en cuestión).
La actitud del Ejecutivo frente a esta enésima decisión populista del actual Parlamento da prueba de lo que decimos. El jefe del Estado pudo, efectivamente, observar la norma aprobada en uso de sus atribuciones. Pero más de un mes pasó sin novedad al respecto y anteayer se venció el plazo para hacerlo. En la apremiada situación en que se encuentra por las acusaciones de corrupción que pesan sobre él no parece estar dispuesto a perder puntos de popularidad con gestos de estadista…
En su discurso del 28 de julio, además, había anunciado una iniciativa similar.
Así las cosas, lo señalado días atrás por el investigador de Grade Ricardo Fort a este Diario sobre la magnitud del fenómeno de la ocupación informal de terrenos en nuestro país no tiene visos de cambiar en el futuro cercano. Después de Cuba, ha hecho notar el experto, el Perú es la nación latinoamericana que más agudamente padece este problema, pues el 93% de su expansión urbana se produce de esa forma. Y la verdad es que no se distinguen en el horizonte autoridades políticas resueltas a detener tanta incuria.
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