Han pasado 87 días desde que comenzó la cuarentena. Desde el inicio los peruanos tuvimos claro que la lucha contra el COVID-19 sería larga y que recién con el paso del tiempo iríamos aprendiendo los detalles sobre cómo librarla. Se trata, en fin, de una enfermedad nueva, cuyos síntomas se han ido descubriendo de a pocos en todo el mundo y que ha demostrado ser particularmente ágil para transportarse de humano a humano.
Sin embargo, aunque muchas herramientas se han ido afinando y hasta descubriendo para enfrentar esta pandemia, desde la génesis de este trance se ha sabido que lo primordial es saber dónde está el virus y el alcance que tiene en un territorio determinado. En ese sentido, la Organización Mundial de la Salud fue enfática sobre la importancia de realizar ambiciosas campañas de pruebas diagnósticas, una estrategia que permitiría, además de identificar y tratar a las personas que lo requieran, trazar con precisión la curva epidemiológica. Mientras más acertada sea esta última, más atinadas podrán ser la decisiones que tomen nuestras autoridades.
No obstante, desde que empezó la crisis, el Gobierno ha actuado de forma errática respecto a los exámenes de detección y el panorama que estos describen. Por ejemplo, a principios de abril el presidente Martín Vizcarra dio a conocer los primeros resultados de las (entonces nuevas) pruebas rápidas que se habían adquirido. En ese momento se preocupó por precisar que estas eran solo complementarias y que “no las queremos sumar a las moleculares para no distorsionar”. Con el paso de los días, empero, esa aseveración pareció perder relevancia y hoy cada actualización en el número de infectados ofrecido por el Ministerio de Salud comprende ambos métodos diagnósticos.
Otro traspié que el Ejecutivo cometió en este campo tuvo que ver con el anuncio, el 13 de mayo, de que el Perú había alcanzado la meseta en la curva epidemiológica. Este no solo terminó riñéndose con el análisis de múltiples expertos, sino que coincidió con un aumento significativo en el número de casos diarios registrados. Luego se buscaría barajar el desliz hablando de una “meseta irregular”, pero el oxímoron solo sumó a la confusión y perjudicó la credibilidad del jefe del Estado.
Pero aquella no fue la última vez en la que el presidente se apresuraría en aplaudir los logros de su administración. El 30 de mayo Vizcarra se ufanaría del alto número de pruebas diagnósticas que se estaban realizando: “¡Imagínense, 48.000 en un solo día”, dijo. Pero como informó este Diario, dos días después y en lo que va de junio, la cantidad de pruebas diarias contabilizadas por el Minsa se ha desplomado: ya ni siquiera se acerca a la mitad de la cifra celebrada.
Consultado sobre esto, el referido ministerio envió un comunicado a El Comercio donde explica que “desde junio, las pruebas que hacen los privados no se están incluyendo en la data porque el objetivo de este tamizaje es distinto al que persigue el Minsa”. Además, un experto del Centro Nacional de Epidemiología de la mencionada cartera nos dijo que se dejó de contar las pruebas realizadas por privados, ya que “la importancia de ese grupo dentro del análisis de la epidemia no es muy alta, porque a nosotros nos interesa identificar a las personas sintomáticas o quienes tienen una infección reciente”.
En pocas palabras, para junio el Gobierno ha planteado un cambio en el enfoque empleado para medir la epidemia en el Perú eligiendo dejar de contar las evaluaciones hechas por los privados. Este reajuste, añadido a todo lo anterior, genera dudas sobre la exactitud de la curva de contagios, que se ha ido construyendo con diferentes consideraciones (de no sumar pruebas serológicas a sí hacerlo, por ejemplo), interpretando de forma imprecisa y, sobre todo, sin que se exponga de manera meridiana lo que se está haciendo. Si se festejó la mayor cantidad de exámenes, debió explicarse de igual manera la caída en los mismos.
Hacen falta menos confusión y más claridad.