De acuerdo con lo anunciado semanas atrás por el Gobierno, en una semana más entraremos en la fase 2 de la reactivación económica, cuyas características en muchos casos permanecen en la bruma. Sabemos que la reanudación de las actividades comprendidas en ella será “gradual”, pero ignoramos los términos de esa gradualidad. Sabemos que buscará que el 85% de la economía entre en operación, pero no se distinguen los espacios donde esas operaciones van a poder, en efecto, ponerse en marcha.
La naturaleza esotérica de los mensajes oficiales al respecto, sobre la que ya nos hemos pronunciado en esta página, es por cierto parte del problema. Y, debemos insistir, no es solo consecuencia de la comunicación torpe y ausente que se ha venido practicando, también tiene que ver con la falta de propósitos y conceptos claros y distintos en la mente del regulador.
Pero otro de los ingredientes del mar de incertidumbre e inconvenientes en el que navegan los brindadores de bienes y servicios que quieren volver a la actividad en el marco de lo que se les ha prometido es, sin duda, la inexistencia de una preocupación adecuada de parte de las autoridades sobre cómo traducir en implementación práctica lo que se diseñó de manera teórica. Planificar centralmente los pliegues de la economía de un país, ya se sabe, es una tarea condenada al fracaso; sobre todo, cuando se insiste en incidir en detalles previamente decretados, en lugar de establecer principios generales y confiar en la gente.
En un escenario así, los encontronazos con la realidad son permanentes; y de ahí, la danza de marchas y contramarchas de la que estamos siendo testigos casi cotidianamente. En un artículo del empresario Franco Giuffra que publicamos hoy en la sección de Opinión se proporcionan nítidos ejemplos de tales avances y retrocesos… Todos los cuales, dicho sea de paso, suponen costos para los negocios que inician su adaptación al nuevo marco regulador bajo ciertas condiciones que, luego, a los pocos días, ven cambiadas. Los incordios sobre la flota propia versus los servicios ya existentes de delivery, o los variables requerimientos sobre el tamaño de la operación, resultan muy ilustrativos en el caso de los restaurantes.
El divorcio entre lo que se les demanda a las empresas para poder entrar en funcionamiento y lo que es factible conseguir a través del contacto con la autoridad frente a la que se debe recabar los permisos y certificaciones resulta, además, tan dramático, que no son pocos los responsables de tales actividades económicas que declaran que todavía no consiguen salir del laberinto en el que los tiene atrapados la fase uno.
En medio de una situación así, anunciar el inicio de la fase dos parece una broma cruel, o el testimonio de lo que constituye más bien un clamoroso desfase. Y la sensación que queda es la de un gobierno preocupado por cumplir con la obligación de decir que está concernido por las dimensiones económicas de la crisis generada por el COVID-19, pero que, una vez hecha la declaración, se desentiende de la materialización de lo ideal o retóricamente dispuesto.
Si la confianza en la gente (y el control ex post por muestreo) en lugar de la vigilancia minuciosa y el prurito por implantar restricciones absurdas y contradictorias siempre fue necesaria para avanzar en el desarrollo económico del país, ahora es absolutamente indispensable.
No tenemos claro, sin embargo, en qué ventanilla hay que presentar ese reclamo.